miércoles, 28 de junio de 2023

El hombre moderno y la práctica del amor

    La práctica de cualquier arte tiene ciertos requisitos generales, independientes por completo de que el arte en cuestión sea la carpintería, la medicina, el ajedrez o el arte de amar. En primer lugar, la práctica de un arte requiere disciplina. Nunca haré nada bien si no lo hago de una manera disciplinada; cualquier cosa que haga solo porque estoy en el estado de ánimo apropiado, puede constituir un hobby agradable o entretenido, mas nunca llegaré a ser un maestro en ese arte. Pero el problema no consiste únicamente en la disciplina relativa a la práctica de un arte particular, sino en la disciplina en toda la vida. Podía pensarse que para el hombre moderno nada es más fácil de aprender que la disciplina. ¿Acaso no pasa 8 horas diarias de manera sumamente disciplinada en un trabajo donde impera una estricta rutina? Lo cierto, en cambio, es que el hombre moderno es excesivamente indisciplinado fuera de la esfera del trabajo. Cuando no trabaja, quiere estar ocioso. Ese deseo de ociosidad constituye, en gran parte, una reacción contra la rutinización de la vida. Precisamente porque el hombre está obligado durante 8 horas diarias a gastar su energía con fines ajenos, en formas que no le son propias, sino prescritas por el ritmo del trabajo, se rebela, y su rebeldía toma la forma de una complacencia infantil para consigo mismo. Además, en la batalla contra el autoritarismo, ha llegado a desconfiar de toda disciplina racional autoimpuesta. Sin esa disciplina, empero, la vida se torna caótica y carece de concentración.
    La concentración es condición indispensable para el dominio de un arte.  No obstante, en nuestra cultura, la concentración es aún más rara que la autodisciplina. Por el contrario, nuestra cultura lleva a una forma de vida difusa y desconcentrada, que casi no registra paralelos. Se hacen muchas cosas a la vez: se lee, se escuchan podcasts, se habla, se fuma, se come, se bebe. Somos consumidores con la boca siempre abierta, ansiosos y dispuestos a tragarlo todo: películas, bebidas, conocimiento, etc. Esa falta de concentración se manifiesta claramente en nuestra dificultad para estar a solas con nosotros mismos. Quedar sentado sin hablar, fumar, leer o beber, es imposible para la mayoría de la gente. Se ponen nerviosos e inquietos y deben hacer algo con la boca o con las manos.
    La paciencia es necesaria para logar cualquier cosa. Para el hombre moderno, sin embargo, es tan difícil practicar la paciencia como la disciplina y la concentración. Todo nuestro sistema industrial alienta precisamente lo contrario: la rapidez. Todas nuestras máquinas están diseñadas para lograr rapidez: el coche y el avión nos llevan rápidamente a destino, y cuanto más rápido mejor. La máquina que puede producir la misma cantidad en la mitad del tiempo es muy superior a la más antigua y lenta. Naturalmente, hay para ello importantes razones económicas. Pero, al igual que en tantos otros aspectos, los valores humanos están determinados por los valores económicos. Lo que es bueno para las máquinas debe serlo para el hombre, así dice la lógica. El hombre moderno piensa que pierde tiempo cuando no actúa con rapidez; sin embargo, no sabe qué hacer con el tiempo que gana, salvo matarlo. En una cultura en la que prevalece la orientación mercantil y en la que el éxito material constituye el valor predominante, no hay en realidad motivos para sorprenderse de que las relaciones amorosas humanas sigan el mismo esquema de intercambio que gobierna el mercado de bienes y de trabajo.
    Otra condición para aprender cualquier arte es una preocupación suprema por el dominio del arte. Si el arte no es algo de suprema importancia, el aprendiz jamás lo dominará. Seguirá siendo, en el mejor de los casos, un buen aficionado, pero nunca un maestro. Esta condición es tan necesaria para el arte de amar como para cualquier otro. Parece, sin embargo, que la proporción de aficionados en el arte de amar es notablemente mayor que en las otras artes.
    Debemos matizar que no se empieza por aprender el arte directamente, sino en forma indirecta. Debe aprenderse un gran número de otras cosas que suelen no tener aparentemente ninguna relación con él, antes de comenzar con el arte mismo. Si se aspira a ser un maestro en cualquier arte, toda la vida debe estar dedicada a él o, por lo menos, relacionada con él. La propia persona se convierte en instrumento en la práctica del arte, y debe mantenerse en buenas condiciones, según las funciones específicas que deba realizar. En lo que respecta el arte de amar, ello significa que quien aspire a convertirse en un maestro debe comenzar por practicar la disciplina, la concentración y la paciencia a través de todas las fases de su vida.
    ¿Cómo se practica la disciplina? es esencial que la disciplina no se practique como una regla impuesta desde afuera, sino que se convierta en una expresión de la propia voluntad; que se sienta como algo agradable, y que uno se acostumbre lentamente a un tipo de conducta que puede llegar a extrañar si deja de practicarla. 
    ¿Cómo se practica la concentración? la concentración es mucho más difícil de practicar en nuestra cultura. El paso más importante para llegar a concentrarse es aprender a estar solo con uno mismo sin leer, escuchar podcasts, fumar, beber, etc. Sin duda, ser capaz de concentrarse significa poder estar solo con uno mismo y esa habilidad es precisamente una condición para la capacidad de amar. Si estoy ligado a otra persona porque no puedo pararme sobre mis propios pies, ella puede ser algo así como un salvavidas, pero no hay amor en tal relación. Paradójicamente, la capacidad de estar solo es la condición indispensable para la capacidad de amar. Quien trate de estar solo consigo mismo descubrirá cuán difícil es. Comenzará a sentirse molesto, inquieto, e incluso considerablemente angustiado. Se inclinará a racionalizar su deseo de no seguir adelante con esa práctica, pensando que no tiene ningún valor, que es tonta, que lleva demasiado tiempo, y así en adelante. Observará asimismo que llegan a su mente toda clase de pensamientos que lo dominan. Se encontrará pensando acerca de sus planes para el resto del día, o sobre alguna dificultad en el trabajo... Sería útil practicar unos pocos ejercicios simples de meditación. Además hay que aprender a concentrarse en todo lo que uno hace, sea escuchar música, leer un libro, hablar con una persona, contemplar un paisaje, etc. En ese momento, la actividad debe ser lo único que cuenta, aquello a lo que uno se entrega por completo. Si uno está concentrado, las cosas toman una nueva dimensión de la realidad, porque están llenas de la propia atención. Concentrarse en la relación con otros significa fundamentalmente poder escuchar. La mayoría de la gente oye a los demás, y aun da consejos, sin escuchar realmente. No toman en serio las palabras de la otra persona, y tampoco les importan demasiado sus propias respuestas. Resultado de ello: la conversación los cansa. Estar concentrado significa vivir plenamente en el presente. Es imposible aprender a concentrarse sin hacerse sensible a uno mismo. Nuestra voz interior nos dice, por lo general inmediatamente, por qué estamos angustiados, deprimidos, irritados...
    ¿Cómo se practica la paciencia? el mejor ejemplo nos lo da la observación de un niño que aprende a caminar. Se cae, vuelve a caer, una y otra vez, y sin embargo sigue ensayando, mejorando, hasta que un día camina sin caerse.

Extraído de Fromm, E. (1959). El arte de amar. Barcelona: Paidós.

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