viernes, 29 de septiembre de 2023

El centésimo mono

    En A New Science of Life: The Hypothesis of Formative Causation, Rupert Sheldrake, un biólogo teórico, propuso una teoría radicalmente nueva sobre cómo las cosas vivas aprenden y asumen nuevas formas. Su teoría ofrece una explicación sobre cómo puede cambiar la naturaleza humana.
    La hipótesis de Sheldrake es la siguiente: cuando se repite una conducta lo suficiente, esta forma un campo morfogenético. Este campo posee una especie de memoria acumulativa basada en lo que les ha sucedido a las especies en el pasado. Todos los miembros de las especies están armonizados con ese campo mórfico en particular, que se extiende a través del espacio y del tiempo mediante un proceso denominado resonancia mórfica.
    Aplicada a nosotros, la teoría de Sheldrake explica de qué modo los cambios fundamentales también se pueden producir en los seres humanos. Al principio un cambio en la actitud o en la conducta también es difícil, pero a medida que cambian más individuos, se vuelve progresivamente más fácil para las demás personas realizarlo, y no solo mediante la influencia directa. Según Sheldrake, la gente sintoniza con el nuevo patrón dentro de un campo mórfico a través de la resonancia mórfica, y se ve afectada por la misma, lo cual explica cómo el cambio se vuelve progresivamente más fácil. En algún momento se alcanza el número de individuos necesarios para hacer inclinar la balanza; hay una nueva conducta en lo inconsciente colectivo.
    El centésimo mono es una historia que ha surgido, se ha repetido y sobre la que se ha escrito tan solo en las dos últimas décadas. Es de origen muy reciente. La historia se basa en observaciones científicas sobre las colonias de monos en Japón. La versión más leída es la siguiente:
    Frente a las costas de Japón los científicos han estado estudiando las colonias de monos en muchas islas durante más de treinta años. Para poder seguir la pista a los monos, dejaban batatas en la playa para que se las comieran. Los monos salían de los árboles para coger las batatas y se les podía observar claramente. Un día una hembra empezó a lavar la batata en el mar antes de comérsela. Enseñó a sus compañeros y a su madre a hacerlos y a su vez sus amigos se lo enseñaron a sus madres, y cada vez había más monos que empezaron a lavar sus batatas. Al principio, solo los adultos que imitaron a sus hijos aprendieron, pero poco a poco los otros también lo hicieron. Un día los observadores vieron que todos los monos de una isla lavaban las batatas.
    Aunque esto fue significativo, lo más fascinante fue cuando se produjo este cambio: la conducta de todos los monos del resto de las islas también cambió; todos lavaba sus batatas, a pesar del hecho de que las colonias de monos de las diferentes islas no tenían contacto directo entre ellas.
    Esto fue una confirmación de la teoría del campo morfogenético: podía explicar lo que había sucedido. El "centésimo mono" era el hipotético mono anónimo que hizo decantar la balanza de la cultura: aquel cuyo cambio de conducta marcó el número crítico de monos que habían cambiado, tras el cual todos los monos de las demás islas empezaron a lavar sus batatas.
    El centésimo mono es una alegoría de la Nueva Era que ofrece la esperanza a las personas que han estado trabajando en cambiarse a ellas mismas y en salvar al planeta, preguntándose si sus esfuerzos individuales servirán para algo. El mito del centésimo mono es una prueba que afirma un compromiso de trabajar en algo, como erradicar las armas nucleares de la Tierra, aunque el efecto no se pueda ver en mucho tiempo. Si ha de haber un centésimo mono, también ha de existir un equivalente humano.
    La hipótesis de Sheldrake nos ofrece una nueva visión de cómo el cambio de una especie puede llegar a producirse gracias al cambio en los individuos quienes, uno a uno, hacen algo nuevo. Según la hipótesis de Sheldrake, cuanta más gente lo haga más fácil será, hasta que, al final, un día, alguien será el centésimo mono.
    Sin embargo, la mayoría de los hombres y de las mujeres no sienten ni la necesidad de cambiar el mundo ni tienen la fe de que pueden conseguirlo. A aquellos que sí lo intentan, la teoría del centésimo mono les anima, porque es un mito que describe eso que sienten que han de hacer de todos modos. Nos ayuda a ser fieles a aquello que nos conmueve profundamente a ser nosotros mismos.
    Además de hablar de aquellos que están internamente motivados a crear un cambio en el mundo exterior, el centésimo mono es una metáfora de lo que está sucediendo en la mente de una persona. En el mundo interior, hacer es transformarse. Si repetimos una conducta, motivados por una actitud o un principio el suficiente número de veces, al final nos convertimos en lo que hacemos.

    Extraído de: Shinoda Bolen, J. (2021). Los dioses de cada hombre. Una nueva psicología masculina. Barcelona: Editorial Kairós.

miércoles, 6 de septiembre de 2023

Budismo y felicidad

    La mayoría de las religiones y filosofías han adoptado posturas muy distintas. La posición budista es particularmente interesante. El budismo ha asignado a la cuestión de la felicidad más importancia quizá que cualquier otro credo humano. Durante 2.500 años los budistas han estudiado de manera sistemática la esencia y las causas de la felicidad, que es la razón por la que hay un interés creciente entre la comunidad científica tanto por su filosofía como por sus prácticas de meditación.
    El budismo comparte la idea básica del acercamiento biológico a la felicidad, es decir, que la felicidad es el resultado de procesos que tienen lugar dentro del cuerpo, no de acontecimientos que ocurren en el mundo exterior. Sin embargo, partiendo de la misma idea el budismo alcanza conclusiones muy distintas.
    Según el budismo, la mayoría de la gente identifica la felicidad con sensaciones placenteras, al tiempo que identifica el sufrimiento con sensaciones desagradables. Por lo tanto, la gente atribuye una gran importancia a lo que siente, y anhela experimentar cada vez más sensaciones placenteras al tiempo que evita las dolorosas. Sea lo que fuere que hacemos a lo largo de nuestra vida, solo estamos intentando obtener sensaciones agradables.
    El problema, según el budismo, es que nuestras sensaciones no son más que vibraciones pasajeras, que cambian a cada momento, como las olas del océano. Si hace 5 minutos me sentía gozoso y con un fin determinado, ahora estas sensaciones han desaparecido y quizá me sienta triste y abatido. De mod que si quiero experimentar sensaciones agradables, he de buscarlas constantemente, al tiempo que alejo las sensaciones desagradables. Aun en el caso de que tenga éxito, tengo que empezar de nuevo todo el proceso, sin siquiera obtener ninguna recompensa duradera por mis esfuerzos.
    ¿Qué hay de tan importante en la obtención de estos premios efímeros? ¿Por qué esforzarnos tanto para conseguir algo que desaparece casi tan pronto como surge? Según el budismo, la raíz del sufrimiento no es ni la sensación de dolor ni la tristeza, ni siquiera la falta de sentido. Más bien, el origen real del sufrimiento es la búsqueda continua e inútil de sensaciones fugaces, que hace que estemos en un estado de tensión constante, de desazón y de insatisfacción. Debido a esta búsqueda, la mente nunca está satisfecha. Incluso cuando experimenta placer no está contenta, porque teme que esta sensación desaparezca pronto, y anhela que dicha sensación permanezca y se intensifique.
    La gente se libera del sufrimiento no cuando experimenta este o aquel placer pasajero, sino cuando comprende la naturaleza no permanente de todas sus sensaciones y deja de anhelarlas. Este es el objetivo de las prácticas budistas de meditación. En la meditación se supone que uno observa de cerca su mente y su cuerpo, presencia la aparición y desaparición incesante de todas sus sensaciones, y se da cuenta de lo inútil que es intentar conseguirlas. Cuando la búsqueda se detiene, la mente se vuelve más relajada, clara y satisfecha. Siguen surgiendo y pasando todo tipo de sensaciones (alegría, ira, aburrimiento, lujuria...) pero cuando uno deja de anhelar sensaciones concretas, estas se aceptan sencillamente por lo que son. Uno vive en el momento presente en lugar de fantasear acerca de lo que pudo haber sido. La serenidad que resulta es tan profunda que los que pasan su vida en una búsqueda frenética de sensaciones agradables apenas pueden imaginarla.
    Esta idea es tan ajena a la cultura liberal moderna que cuando los movimientos de la New Age en Occidente dieron con los descubrimientos budistas, los tradujeron en términos liberales, con lo que les dieron la vuelta. Los cultos de la New Age suelen decir: "La felicidad no depende de condiciones externas. Solo depende de lo que uno sienta en su interior. La gente debería dejar de buscar logros externos como riqueza y estatus social, y conectar en cambio con sus sentimientos interiores". O, de manera más sucinta: "La felicidad empieza dentro". Esto es exactamente lo que dicen los biólogos, más o menos lo contrario de lo que dijo Buda.
    Buda coincidía con la biología moderna y con los movimientos de la New Age en que la felicidad es independiente de las condiciones externas. Pero su hallazgo más importante y mucho más profundo fue que la verdadera felicidad es también independiente de nuestros sentimientos internos. De hecho, cuanta más importancia damos a nuestras sensaciones, más las anhelamos y más sufrimos. La recomendación de Buda fue detener no solo la búsqueda de los logros externos, sino también la búsqueda de los sentimientos internos.
    Resumiendo, los cuestionarios de bienestar subjetivo identifican nuestro bienestar con nuestros sentimientos subjetivos, e identifican la búsqueda de la felicidad con la búsqueda de determinados estados emocionales. En contraposición, para muchas filosofías y religiones tradicionales, como el budismo, la clave de la felicidad es conocer la verdad sobre sí mismo: comprender quién o qué, es uno realmente. La mayoría de la gente se identifica equivocadamente con sus sentimientos, pensamientos, gustos y aversiones. Cuando sienten ira, piensan "estoy enfurecido. Esta es mi ira." En consecuencia, pasan su vida evitando algunos tipos de sensaciones y en busca de otras. Nunca se dan cuenta de que no son sus sensaciones, y que la búsqueda incesante de determinadas sensaciones no hace más que dejarlos atrapados en la desdicha.

    Extraído de: Harari, Y.N. (2022). Sapiens. De animales a dioses. Breve historia de la humanidad. Penguin Random House: Barcelona.

martes, 5 de septiembre de 2023

Comunidades imaginadas

    Al igual que la familia nuclear, la comunidad no podía desaparecer completamente de nuestro mundo sin algún sustituto emocional. Los mercados y estados proporcionan hoy la mayor parte de las necesidades materiales que antaño proporcionaban las comunidades, pero también han de suministrar lazos tribales.
    Los mercados y estados lo hacen promoviendo comunidades imaginadas que contienen millones de extraños, y que se ajustan a las necesidades nacionales y comerciales. Una comunidad imaginada es una comunidad de gente que en realidad no se conocen mutuamente, pero que imaginan entre sí. Tales comunidades no son una invención reciente. Reinos, imperios e iglesias han funcionado durante milenios como comunidades imaginadas. La antigua China, decenas de millones de personas se veían a sí mismas como miembros de una única familia, cuyo padre era el emperador. En la Edad Media, millones de devotos musulmanes imaginaban que todos eran hermanos y hermanas en la gran comunidad del islam. Sin embargo, a lo largo de la historia estas comunidades imaginadas desempeñaban un papel secundario frente a las comunidades íntimas de varias decenas de personas que se conocían bien unas a otras. Las comunidades íntimas satisfacían las necesidades emocionales de sus miembros y eran esenciales para la supervivencia y el bienestar de todos. En los dos últimos siglos, las comunidades íntimas se han desvanecido, dejando que las comunidades imaginadas ocupen el vacío emocional.
    Los dos ejemplos más importantes para el auge de estas comunidades imaginadas son la nación y la tribu de consumidores. La nación es la comunidad imaginada del Estado. La tribu de consumidores es la comunidad imaginada del mercado. Ambas son comunidades imaginadas, porque es imposible que todos los clientes de un mercado o que todos los miembros de una nación se conozcan unos a otros de la manera en que los aldeanos se conocían en el pasado.
    El consumismo y el nacionalismo hacen horas extra para hacernos imaginar que millones de extraños pertenecen a la misma comunidad que nosotros, que todos tenemos un pasado común, intereses comunes y un futuro común. Esto no es una mentira. Es imaginación. Al igual que el dinero, la sociedades anónimas y los derechos humanos, las naciones y las tribus de consumidores son en realidad intersubjetivas. Únicamente existen en nuestra imaginación colectiva, pero su poder es inmenso.
    La nación hace todo lo que puede para ocultar este carácter imaginario. La mayoría de las naciones aducen que son una entidad natural y eterna, creada en alguna época primordial al mezclar el suelo de la patria con la sangre de la gente. Pero tales afirmaciones suelen ser exageradas. En el pasado lejano había naciones, si bien su importancia era mucho más pequeña que en la actualidad debido a que la importancia del Estado era mucho menor. Además, tuvieran la importancia que tuvieran las naciones antiguas, pocas de ellas sobrevivieron. Muchas de las naciones actuales solo se formaron en los últimos siglos.
    Oriente Próximo es un buen ejemplo de ello. Las naciones sirias, libanesas, jordana e iraquí son el producto de fronteras fortuitas dibujadas en la arena por diplomáticos franceses y británicos que ignoraban la historia, la geografía y la economía locales. Estos diplomáticos determinaron en 1918 que los habitantes de Kurdistán, Bagdad y Basora serían a partir de entonces iraquíes. Sadam Husein y Hafez al-Asad hicieron lo que pudieron para promover y reforzar su conciencia nacional creada por ingleses y franceses.
    En la batalla por la lealtad humana, las comunidades nacionales han de competir con tribus de consumidores. Las personas no se conocen de manera íntima entre sí pero comparten los mismos hábitos e intereses de consumo, se sienten miembros de la misma tribu de consumidores y se definen a sí mismos como tales.

    Extraído de: Harari, Y. N. (2022). Sapiens. De animales a dioses. Breve historia de la humanidad. Penguin Random House: Barcelona.

lunes, 4 de septiembre de 2023

El desplome de la familia y de la comunidad

    Antes de la revolución industrial, la vida cotidiana de la mayoría de los humanos seguía su curso en el marco de tres antiguas estructuras: la familia nuclear, la familia extendida y la comunidad local íntima (grupo de personas que se conocen bien entre sí y que dependen mutuamente para su supervivencia). La mayoría de la gente trabajaba en el negocio familiar o trabajaba en los negocios familiares de sus vecinos. La familia era también el sistema de bienestar, el sistema de salud, el sistema educativo, la industria de la construcción, el gremio comercial, el fondo de pensiones, la compañía de seguros, la radio, la televisión, los periódicos, el banco e incluso la policía.
    Cuando una persona enfermaba, la familia cuidaba de ella. Cuando una persona envejecía, la familia asistía y sus hijos eran su fondo de pensiones. Cuando una persona moría, la familia se hacía cargo de los huérfanos. Si una persona quería construir una cabaña, la familia reunía el dinero necesario. Si una persona quería abrir un negocio, la familia reunía el dinero necesario. Si una persona quería casarse, la familia elegía o al menos daba el visto bueno, al cónyuge en potencia. Si surgía un conflicto con un vecino, la familia participaba en él. Pero si la enfermedad de una persona era demasiado grave para que la familia lo gestionara, o un nuevo negocio implicaba una inversión demasiado grande, o la pelea con el vecino llegaba hasta la violencia, intervenía la comunidad local.
    La comunidad ofrecía ayuda sobre la base de tradiciones locales y una economía de favores, que a menudo difería mucho de las leyes de la oferta y la demanda del libre mercado. En una comunidad medieval a la antigua usanza, cuando mi vecino tenía necesidad de ello, yo le ayudaba a construir su cabaña y a guardar sus ovejas, sin esperar a cambio ningún pago. Cuando era yo el que tenía una necesidad, mi vecino me devolvía el favor. Al mismo tiempo, el potentado local podía habernos reclutado a todos los aldeanos para construir su castillo sin que nos pagara un solo penique. A cambio, contábamos con que él nos defendería contra los bandidos y los bárbaros. La vida de la aldea implicaba muchas transacciones pero pocos pagos. Había algunos mercados, desde luego, pero su papel era limitado. En el mercado se podían comprar especias raras, ropas y herramientas y contratar los servicios de abogados y doctores. Pero menos del 10% de los productos y servicios que se usaban regularmente se compraban en el mercado. La familia y la comunidad se cuidaban de la mayoría de las necesidades humanas.
    Había también reinos e imperios que realizaban tareas importantes como entablar guerras, construir carreteras y edificar palacios. Para tales propósitos, los reyes establecían impuestos y ocasionalmente reclutaban soldados y trabajadores. Pero, con pocas excepciones, tendían a mantenerse apartados de los asuntos cotidianos de familias y comunidades. Incluso si deseaban intervenir, la mayoría de los reyes solo podían hacerlo con dificultad. Las economías agrícolas tradicionales tenían pocos excedentes con los que alimentar a la multitud de funcionarios gubernamentales, policías, trabajadores sociales, maestros y médicos. En consecuencia, la mayoría de los gobernantes no desarrollaron sistemas de protección social, sistemas de salud o sistemas de educación de masas. Dejaban estos asuntos en manos de las familias y comunidades. Incluso en las raras ocasiones en las que los gobernantes intentaron intervenir de manera más intensa en la vida cotidiana del campesinado, lo hicieron convirtiendo a los cabezas de familia y a los ancianos de la comunidad en agentes de gobierno.
    Con mucha frecuencia, las dificultades en el transporte y la comunicación hacían tan complicado intervenir en los asuntos de comunidades remotas que muchos reinos preferían ceder incluso las prerrogativas reales más básicas a las comunidades. El imperio otomano, por ejemplo, permitía que las familias impartieran justicia por su cuenta, en lugar de sostener una gran fuerza policial imperial.
    En el imperio Ming chino, la población se organizaba en el sistema baojia. Desde la perspectiva del imperio, este sistema tenía una ventaja enorme. En lugar de mantener a miles de funcionarios del erario público y a miles de recaudadores de impuestos, que hubieran tenido que supervisar los ingresos y gastos de cada familia, estas tareas se dejaban a los ancianos de la comunidad. Los ancianos sabían cuánto valía cada aldeano y por lo general podían hacer cumplir el pago de los impuestos sin implicar al ejército imperial.
    Muchos reinos e imperios eran ciertamente poco más que grandes sistemas organizados de protección. El rey era el capo di tutti i capi, que recogía el dinero de la protección, y a cambio se aseguraba de que los sindicatos del crimen vecinos y los pececillos locales no dañaran a los que estaban bajo su protección. Y poco más.
    La vida en el seno de la familia y la comunidad distaba mucho de ser ideal. Las familias y las comunidades podían oprimir a sus miembros de manera no menso brutal que lo que hacen los estados y los mercados moderno, y su dinámica interna estaba a menudo repleta de tensión y violencia; pero la gente tenía poca elección. Hacia 1750, una persona que perdiera a su familia y su comunidad era como si hubiera muerto. No tenía trabajo, ni educación ni apoyo en momentos de enfermedad o penuria. Nadie le prestaría dinero ni la defendería si se metía en problemas. No había policías, ni trabajadores sociales, ni educación obligatoria. Para poder sobrevivir, dicha persona tenía que encontrar rápidamente una familia o una comunidad alternativas. Los muchachos y las muchachas que huían del hogar podían esperar, en el mejor de los casos, convertirse en criados de alguna familia nueva. En el peor de los casos, estaban el ejército y el burdel.
    Todo esto cambió de manera espectacular a lo largo de los dos últimos siglos. La revolución industrial confirió al mercado poderes nuevos e inmensos, proporcionó al Estado nuevos medios de comunicación y transporte, y puso a disposición del gobierno un ejército de amanuenses, maestros, policías y trabajadores sociales. Al principio, el mercado y el Estado descubrieron que su camino estaba bloqueado por familias tradicionales a las que les gustaba poco la intervención exterior. Los padres y los ancianos de la comunidad eran reacios a dejar que la generación más joven fuera adoctrinada por sistemas educativos nacionalistas, reclutada en los ejércitos o transformada en proletariado urbano desarraigado.
    Con el tiempo, los estados y los mercados emplearon su creciente poder para debilitar los lazos tradicionales de la familia y la comunidad. El Estado enviaba a sus policías para detener las venganzas familiares y sustituirlas por decisiones de los tribunales. El mercado enviaba a sus mercachifles para eliminar las tradiciones locales y sustituirlas por modas comerciales que cambiaban continuamente. Pero esto no bastaba. Con el fin de quebrar realmente el poder de la familia y la comunidad necesitaban la ayuda de una quinta columna.
    El Estado y el mercado se aproximaron a la gente con una oferta que no podía rechazar. Convertíos en individuos. Casaos con quien deseéis, sin pedirles permiso a vuestros padres. Adoptad cualquier trabajo que os plazca, incluso si los ancianos de la comunidad fruncen el entrecejo. Vivid donde queráis, aunque no podáis asistir cada semana a la cena familiar. Ya no dependéis de vuestra familia o vuestra comunidad. Nosotros, el Estado y el mercado, cuidaremos de vosotros en su lugar. Os proporcionaremos sustento, refugio, educación, salud, bienestar y empleo. Os proporcionaremos pensiones, seguros y protección.
    La literatura romántica suele presentar al individuo como alguien que brega contra el Estado y el mercado. Nada podría estar más lejos de la verdad. El Estado y el mercado son la madre y el padre del individuo, y el individuo únicamente puede sobrevivir gracias a ellos. El mercado nos proporciona trabajo, seguros y una pensión. Si queremos estudiar una profesión, las escuelas del gobierno están ahí para enseñarnos. Si queremos abrir un negocio, el banco nos presta dinero. Si queremos construir una casa, una compañía constructora la edifica y el banco nos concede una hipoteca, en algunos casos subsidiada o asegurada por el Estado. Si estalla la violencia, la policía nos protege. Si enfermamos por algunos días, nuestro seguro de enfermedad se cuida de nosotros. Si quedamos postrados durante meses, aparece la Seguridad Social. Si necesitamos asistencia continuada, podemos ir al mercado y contratar a una enfermera, que por lo general es alguna extranjera procedente del otro extremo del mundo que nos cuida con la devoción que ya no esperamos de nuestros propios hijos. Si disponemos de los medios, podemos pasar nuestros años dorados en una residencia para gente mayor. Las autoridades tributarias nos tratan como individuos y no esperan que paguemos los impuestos del vecino.
    Pero la liberación del individuo tiene un precio. Muchos de nosotros lamentamos ahora la pérdida de familias y comunidades fuertes y nos sentimos alienados y amenazados por el poder que el Estado y el mercado impersonales ejercen sobre nuestras vidas. Los estados y mercados compuestos de individuos alienados pueden intervenir en la vida de sus miembros mucho más fácilmente que los estados y mercados compuestos de familias y comunidades fuertes. Cuando ni siquiera los vecinos de un edificio de apartamentos de muchos pisos pueden ponerse de acuerdo acerca de cuánto pagar a su portero, ¿Cómo podemos esperar que resistan al Estado?
    El pacto entre estados, mercados e individuos no es fácil. El Estado y el mercado no se ponen de acuerdo acerca de sus derechos y obligaciones mutuos, y los individuos se quejan de que ambos exigen demasiado y ofrecen muy poco. En muchos casos, los individuos son explotados por los mercados y los estados emplean sus ejércitos, fuerzas de policía y burocracias para perseguir a los individuos en lugar de defenderlos. Pero es sorprendente que este pacto funcione, aunque sea de manera imperfecta. Porque quebranta incontables generaciones de arreglos sociales humanos. Millones de años de evolución nos han diseñado para vivir y pensar como miembros de una comunidad. Y en tan solo 2 siglos nos hemos convertido en individuos alienados. Nada atestigua mejor el apabullante poder de la cultura.
    La familia nuclear no ha desaparecido por completo del paisaje moderno. Cuando los estados y mercados arrebataron a la familia la mayor parte de sus atribuciones económicas y sociales, le dejaron algunas importantes funciones emocionales. Todavía se supone que la familia moderna proporciona necesidades íntimas que el Estado y el mercado son incapaces, hasta ahora, de proporcionar. Pero incluso aquí la familia está sometida a intervenciones crecientes. El mercado modela hasta un grado todavía mayor la manera en que la gente lleva su vida romántica y sexual. Mientras que tradicionalmente la familia era la principal casamentera, hoy en día es el mercado el que ajusta nuestras preferencias románticas y sexuales, y después echa una mano para proporcionarlas a  un  elevado. Anteriormente, el novio y la novia se encontraban en el salón familiar, y el dinero pasaba de las manos de un padre a las del otro. En la actualidad, el cortejo se hace en bares y cafés, y el dinero pasa de las manos de los amantes a las de los camareros. Y todavía se transfiere más dinero a las cuentas bancarias de los diseñadores de modas, dueños de gimnasios, dietistas, cosmetólogos y cirujanos plásticos, que nos ayudan a llegar al café con un aspecto lo más parecido posible al ideal de belleza del mercado.
    También el Estado mantiene bajo un fuerte escrutinio las relaciones familiares, en especial entre padres e hijos. Los padres están obligados a mandar a sus hijos a que el Estado los eduque. En la mayoría de las sociedades, la autoridad de los padres era sagrada. El respeto y la obediencia a los padres figuraban entre los valores más venerados. Actualmente, la autoridad paterna se bate en retirada. Cada vez más se excusa que los jóvenes no obedezcan a sus mayores, mientras que se acusa a los padres de cualquier cosa que no funcione en la vida de su hijo.

    Extraído de: Harari, Y. N. (2022). Sapiens. De animales a dioses. Breve historia de la humanidad. Penguin Random House: Barcelona.

domingo, 3 de septiembre de 2023

La esclavitud del tiempo

    Aunque nos hemos hecho cada vez más impermeables a los caprichos de la naturaleza, nos hemos visto sometidos cada vez más a los dictados de la industria y los gobiernos modernos. La revolución industrial abrió el camino a una larga cola de experimentos de ingeniería social y a una serie todavía más larga de cambios no premeditados en la vida cotidiana y en la mentalidad humana. Un ejemplo entre muchos es la sustitución de los ritmos de la agricultura tradicional por el horario uniforme y preciso de la industria.
    La agricultura tradicional dependía de los ciclos de tiempo natural y el crecimiento orgánico. La mayoría de las sociedades eran incapaces de efectuar mediciones precisas del tiempo, y tampoco estaban demasiado interesadas en hacerlo. El mundo se ocupaba de sus quehaceres sin relojes ni horarios, sometidos únicamente a los movimientos del sol y a los ciclos de crecimiento de las plantas. No había una jornada laboral uniforme, y todas las rutinas cambiaban drásticamente de una estación a la siguiente. La gente sabía dónde estaba el sol, y observaba ansiosa los posibles augurios de la estación de las lluvias y del tiempo de la cosecha, pero no sabían la hora y apenas se preocupaban por el año. Si un viajero en el tiempo que se hubiera perdido apareciera en una aldea medieval y preguntara a un transeúnte: ¿En qué año estamos?, el aldeano quedaría tan sorprendido por la pregunta como por la ridícula vestimenta del extraño.
    A diferencia de los campesinos y zapateros medievales, a la industria moderna le preocupa muy poco el sol o las estaciones. Santifica la precisión y la uniformidad. Por ejemplo, en un taller medieval cada zapatero producía un zapato completo, desde la suela a la hebilla. Si un zapatero aparecía tarde en el trabajo, no afectaba al trabajo de los demás. Sin embargo, en la cadena de montaje de una fábrica de zapatos moderna, cada obrero opera una máquina que produce solo una pequeña parte de un zapato, que después pasa a la máquina siguiente. Si el trabajador que opera la máquina nº 5 se ha dormido, esto detiene todas las demás máquinas. Con el fin de evitar estos percances, todos deben adoptar un horario preciso. Cada obrero llega al trabajo exactamente a la misma hora. Todos hacen la pausa para comer a la misma hora, tengan o no tengan hambre. Todos vuelven a casa cuando una sirena anuncia que el turno ha terminado, no cuando han acabado su proyecto.
    La revolución industrial transformó el horario y la cadena de montaje en un patrón para casi todas las actividades humanas. Poco después de que las fábricas impusieran sus horarios al comportamiento humano, también las escuelas adoptaron horarios precisos, y las siguieron los hospitales, las oficinas del gobierno y las tiendas de comercio. Incluso en lugares desprovistos de cadenas de montajes y de máquinas, el horario se convirtió en el rey. Si el turno en la fábrica termina a las 17:00 de la tarde, es mejor que la taberna local abra sus puertas a las 17:02
    Una conexión crucial en el sistema de horarios que se iba extendiendo fue el transporte público. Si los obreros tenían que iniciar su turno a las 8:00, el tren o autobús debía llegar a la puerta de la fábrica a las 7:55. Un retraso de unos pocos minutos reduciría la producción y quizá provocaría el despido de los desgraciados que llegaran tarde. En 1784 empezó a funcionar en Gran Bretaña un servicio de carruajes con un horario publicado. Dicho horario especificaba únicamente la hora de partida, no la de llegada. Por aquel entonces, cada ciudad y pueblo de Gran Bretaña tenía su hora local, que podía diferir de la de Londres en hasta media hora. Cuando eran las 12:00 en Londres, eran quizá las 12:20 en Liverpool y las 11:50 en Canterbury. Puesto que no había teléfonos, ni radio o televisión, ni trenes rápidos, ¿Quién podía saberlo, y a quién le importaba?
    El primer servicio de trenes comerciales empezó a operar entre Liverpool y Manchester en 1830. Diez años después, se publicó el primer horario de trenes. Los trenes eran mucho más rápidos que los antiguos carruajes, de modo que las diferencias singulares en las horas locales se convirtieron en un grave fastidio. En 1847, las compañías británicas de ferrocarriles se pusieron de acuerdo en que a partir de entonces todos los horarios de trenes se sincronizarían según la hora del Observatorio de Greenwich, en lugar de hacerlo a la hora local de Liverpool, Manchester o Glasgow. Cada vez más instituciones siguieron el camino de las compañías de ferrocarriles. Finalmente, en 1880 el gobierno británico dio el paso sin precedentes de legislar que todos los horarios de Gran Bretaña debían seguir el de Greenwich. Por primera vez en la historia, un país adoptó una hora nacional y obligó a su población a vivir según un reloj artificial y no según las salidas y puestas de sol locales.
    Este inicio modesto generó una red global de horarios, sincronizados hasta las más pequeñas fracciones de segundo. Cuando los medios de comunicación hicieron su debut, entraron en un mundo de horarios y se convirtieron en sus principales evangelistas y difusores. Entre las primeras cosas que las emisoras de radio transmitían figuraban las señales horarias, pitidos que permitían a los poblados alejados y a los buques en alta mar poner en hora sus relojes. Posteriormente, las emisoras de radio adoptaron la costumbre de emitir las noticias cada hora. En la actualidad, lo primero que se oye en cualquier noticiario es la hora. Durante la IIGM, las noticias de la BBC se emitían a la Europa ocupada por los nazis. Cada programa de noticias se iniciaba con una emisión en directo de las campanadas del Big Ben que daban la hora: el mágico sonido de la libertad. Ingeniosos físicos alemanes encontraron la manera de determinar las condiciones meteorológicas en Londres sobre la base de minúsculas diferencias en el tono de las campanadas. Dicha información ofrecía una valiosa ayuda a la Luftwaffe. Cuando el servicio secreto lo descubrió, sustituyeron la emisión en directo por un registro del sonido del famoso reloj.
    Con el fin de operar la red de horarios, se hicieron ubicuos los relojes portátiles baratos pero precisos. En las ciudades asirias, sasánidas o incas pudieron haber existido al menos algunos relojes de sol. En las ciudades medievales europeas había por lo general un único reloj: una máquina gigantesca montada sobre una torre elevada en la plaza del pueblo. Era notorio que estos relojes de las torres eran inexactos, pero puesto que no había en el pueblo otros relojes que los contradijeran apenas suponían ninguna diferencia. Hoy en día, una única familia rica tiene generalmente más relojes en casa que todo un país medieval. Se puede saber la hora mirando el reloj de pulsera, consultando el Android, echando un vistazo al reloj despertador junto a la cama, observando el reloj de la pared de la cocina, mirando el microondas, dirigiendo una mirada al televisor o al reproductor de DVD, u observando con el rabillo del ojo la barra de tareas del ordenador. Hay que hacer un esfuerzo consciente para no saber qué hora es.
    Una persona normal consulta estos relojes varias decenas de veces al día, porque casi todo lo que hacemos tiene que hacerse a su hora. Un reloj despertador nos despierta a las 7:00 de la mañana, calentamos nuestro cruasán congelado durante exactamente 50 segundos en el microondas, nos cepillamos los dientes durante 3 minutos hasta que el cepillo eléctrico suena, subimos al tren de las 7:40 para ir al trabajo, corremos en la cinta del gimnasio hasta que el timbre anuncia que ya ha pasado media hora, nos sentamos frente al televisor a las 19:00 para ver nuestro programa favorito, que es interrumpido en momentos previstos de antemano por anuncios que cuestan 1.000€ por segundo, y finalmente descargamos toda nuestra ansiedad visitando a un terapeuta que limita nuestra cháchara a la hora de terapia estándar, que ahora es de 50 minutos.
    La revolución industrial trajo consigo decenas de trastornos importantes en la sociedad humana. Adaptarse al tiempo industrial es solo uno de ellos. Otros ejemplos notables incluyen la urbanización, la desaparición del campesinado, la aparición y el aumento del proletariado industrial, la atribución de poder a la persona común, la democratización, la cultura juvenil y la desintegración del patriarcado.
    Pero todos estos trastornos quedan empequeñecidos por la revolución social más trascendental que jamás haya acaecido a la humanidad: el desplome de la familia y de la comunidad local y su sustitución por el Estado y el mercado. Hasta donde podemos saber, desde los tiempos más tempranos, hace más de un millón de años, los humanos vivían en comunidades pequeñas e íntimas, la mayoría de cuyos miembros estaban emparentados. La revolución cognitiva y la revolución agrícola no cambiaron esta situación. Agruparon familias y comunidades para crear tribus, ciudades, reinos e imperios, pero las familias y las comunidades siguieron siendo las piezas básicas de todas las sociedades humanas. La revolución industrial, en cambio, consiguió en poco menos de dos siglos desmenuzar estas piezas en átomos, y la mayor aparte de las funciones tradicionales de las familias y las comunidades quedaron en manos de los Estados y los mercados.

Extraído de: Harari, Y. N. (2022). Sapiens. De animales a dioses. Breve historia de la humanidad. Penguin Random House: Barcelona.

sábado, 2 de septiembre de 2023

Religión sin dioses

    La historia religiosa del mundo no se reduce a la historia de los dioses. Durante el primer milenio a.C. religiones de un signo totalmente nuevo empezaron a extenderse por Afroasia. Los recién llegados, como el jainismo y el budismo en la India, el taoísmo y el confucionismo en China, y el estoicismo, el cinismo y el epicureísmo en la cuenca mediterránea, se caracterizaban porque hacían caso omiso de los dioses.
    Estos credos sostenían que el orden sobrehumano que rige el mundo es el producto de leyes naturales y no de voluntades y caprichos divinos. Algunas de estas religiones de la ley natural continuaban aceptando la existencia de dioses, pero sus dioses estaban sujetos a las leyes de la naturaleza como lo estaban los humanos, los animales y las plantas. Los dioses tenían su nicho en el ecosistema, de la misma manera que los elefantes y los puercoespines tenían el suyo, pero no podían cambiar las leyes de la naturaleza, al igual que no pueden hacerlo los elefantes. Un ejemplo inmediato es el budismo, la más importante de las religiones antiguas de la ley natural, que sigue siendo una de las creencias más extendidas.
    La figura central del budismo no es un dios, sino un ser humano: Siddharta Gautama. Según la tradición budista, Gautama era el heredero de un pequeño reino del Himalaya hacia el año 500 a.c. El joven príncipe estaba profundamente afectado por el sufrimiento que veía a su alrededor. Veía que hombres, mujeres, niños y ancianos sufren todos no solo por calamidades ocasionales, como la guerra o la peste, sino también por la ansiedad, la frustración y el descontento, todos los cuales parecen ser una parte inseparable de la condición humana. La gente busca riqueza y poder, adquiere conocimientos y posesiones, tiene hijos e hijas y construye casas y palacios. Sin embargo, no importa lo que consigan: nunca estarán contentos. Los que viven en la pobreza sueñan con riqueza. Los que tienen dos millones quieren diez. Incluso los ricos y famosos rara vez están satisfechos. También ellos se ven acosados por obligaciones y preocupaciones incesantes, hasta que la enfermedad, la vejez y la muerte les causan un amargo final. Todo lo que uno ha acumulado se desvanece como el humo. La vida es una cerrera de ratas sin sentido. Pero ¿Cómo escapar de ella?
    A los veintinueve años de edad, Gautama huyó de su palacio en plena noche, dejando atrás familia y posesiones. Viajó como un vagabundo sin hogar por todo el norte de la India, buscando la manera de escapar del sufrimiento. Visitó ashrams y se sentó a los pies de gurús, pero nada lo liberó por completo: siempre quedaba alguna insatisfacción. Sin embargo, no desesperó. Se decidió a investigar el sufrimiento por su cuenta hasta hallar un método para la completa liberación. Pasó seis años meditando sobre la esencia, las causas y las curas de la aflicción humana. Al final llegó a comprender que el sufrimiento no está causado por la mala fortuna, la injusticia social o los caprichos divinos. El sufrimiento está causado por las pautas de comportamiento de nuestra propia mente.
    La intuición de Gautama fue que, con independencia de lo que la mente experimenta, por lo general reacciona con deseos, y los deseos siempre implican insatisfacción. Cuando la mente experimenta algo desagradable, anhela librarse de la irritación. Cuando la mente experimenta algo placentero, desea que el placer perdure y se intensifique.  Por lo tanto, la mente siempre está insatisfecha e inquieta. Esto resulta muy claro cuando experimentamos cosas desagradables, como el dolor. Mientras el dolor continúa, estamos insatisfechos y hacemos todo lo que podemos para evitarlo. Pero cuando experimentamos cosas agradables no estamos nunca contentos. O bien tememos que el placer pueda desaparecer, o esperamos que se intensifique. La gente sueña durante años con encontrar el amor, pero raramente se siente satisfecha cuando lo encuentra. Algunos sienten la ansiedad de que su pareja los abandone; otros sienten que se han conformado con poco y que podrían haber encontrado a alguien mejor. Y todos conocemos a personas que consiguen tener ambos sentimientos.
    Los grandes dioses pueden enviarnos lluvia, las instituciones sociales pueden proporcionar justicia y buena atención sanitaria, y las coincidencias afortunadas nos pueden convertir en millonarios, pero ninguna de estas cosas puede cambiar nuestras pautas mentales básicas. De ahí que incluso los mayores reyes se ven condenados a vivir con angustia, huyen constantemente de la pena y la aflicción, y persiguen siempre placeres mayores.
    Gautama descubrió que había una manera de salir de este círculo vicioso. Si, cuando la mente experimenta algo placentero o desagradable, comprende simplemente que las cosas son como son, entonces no hay sufrimiento. Si uno experimenta tristeza sin desear que la tristeza desaparezca, continúa siendo tristeza, pero no sufre por ello. En realidad, puede haber riqueza en la tristeza. Si uno experimenta alegría sin desear que la alegría perdure y se intensifique, continúa sintiendo alegría sin perder su paz de espíritu.
    Pero ¿Cómo se consigue que la mente acepte las cosas como son, sin sentir más deseos vehementes? ¿Aceptar la tristeza como tristeza, la alegría como alegría, el dolor como dolor? Gautama desarrolló un conjunto de técnicas de meditación que entrenan la mente para experimentar la realidad tal como es, sin ansiar otra cosa. Dichas prácticas entrenan la mente para centrar toda su atención en la pregunta: ¿Qué es lo que estoy experimentando ahora? en lugar de: ¿Qué desearía estar experimentando? es difícil alcanzar este estado mental, pero no imposible.
    Gautama basó estas técnicas de meditación en un conjunto de normas éticas destinadas a facilitar que la gente se centrara en la experiencia real y evitara caer en anhelos y fantasías. Instruyó a sus seguidores a evitar el asesinato, el sexo promiscuo y el robo, puesto que tales actos atizan necesariamente el fuego del deseo (de poder, de placer sensual, de riqueza). Cuando las llamas se extinguen por completo, el deseo es sustituido por un estado de satisfacción perfecta y de serenidad, conocido como nirvana. Los que alcanzan el nirvana se liberan completamente de todo sufrimiento. Experimentan la realidad con la máxima claridad, libres de fantasías y delirios. Aunque lo más probable es que sigan encontrando cosas desagradables y dolor, dichas experiencias no les causarán infelicidad. Una persona que no desea no sufre.
    Según la tradición budista, el propio Gautama alcanzó el nirvana y se liberó totalmente del sufrimiento. A partir de entonces se le conoció como Buda. Pasó el resto de su vida explicando sus descubrimientos a otros, para que todos pudieran liberarse del sufrimiento. Resumió sus enseñanzas en una única ley: el sufrimiento surge del deseo; la única manera de liberarse completamente del sufrimiento es liberarse completamente del deseo; y la única manera de liberarse del deseo es educar la mente para experimentar la realidad tal como es.
    Esta ley es considerada por los budistas como una ley universal de la naturaleza. Que el sufrimiento surge del deseo es verdad siempre y en todas partes. Los budistas son gente que cree en esta ley y la convierten en el punto de apoyo de todas sus actividades. La creencia en dioses, por otra parte, es algo de menor importancia para ellos. El primer principio de las religiones monoteístas es: Dios existe. ¿Qué quiere de mí?. El primer principio del budismo es: El sufrimiento existe. ¿Cómo me puedo liberar de él?
    El budismo no niega la existencia de dioses pero no tienen influencia en la ley según la cual el sufrimiento surge del deseo. Si la mente de una persona es libre de todo deseo, no hay dios que pueda hacerla desdichada. Y al revés, una vez que el deseo surge en la mente de una persona, todos los dioses del universo no pueden salvarla del sufrimiento.
    Sin embargo, de manera muy parecida a las religiones monoteístas, las religiones de ley natural premodernas como el budismo nunca han podido deshacerse del culto a los dioses. El budismo le decía  a la gente que debía buscar el objetivo último de la liberación completa del sufrimiento, en lugar de buscar altos a lo largo del camino como la prosperidad económica y el poder político. Sin embargo, el 99% de los budistas no alcanzaban el nirvana, e incluso si esperaban hacerlo en alguna vida futura, dedicaban la mayor parte de su vida presente a la búsqueda de logros mundanos. De modo que continuaron adorando a varios dioses, como los dioses hindúes en la India, los dioses bon en el Tíbet y los dioses shinto en Japón.
    Además, a medida que transcurría el tiempo varias sectas budistas desarrollaron panteones de buda y bodhisattvas. Se trata de seres humanos y no humanos con la capacidad de conseguir la liberación completa del sufrimiento pero que olvidan su liberación en pro de la compasión, con el fin de ayudar a los incontables seres todavía atrapados en el ciclo de la desgracia. En lugar de adorar a dioses, muchos budistas empezaron a adorar a estos seres iluminados, pidiéndoles ayuda no solo para alcanzar el nirvana, sino también para tratar problemas mundanos. Así, encontramos a muchos budas y bodhisattvas en toda Asia Oriental que dedicaban su tiempo a producir lluvia, detener plagar e incluso ganar guerras sangrientas, a cambio de oraciones, coloridas flores, fragante incienso y regalos de arroz y dulces.

Extraído de: Harari, Y.N. (2022). Sapiens. DE animales a dioses. Breve historia de la humanidad. Penguin Random House: Barcelona. 

viernes, 1 de septiembre de 2023

El dualismo religioso: la batalla del bien y el mal

    El politeísmo dio origen no solo a religiones monoteístas, sino a religiones dualistas. Las religiones dualistas aceptan la existencia de dos poderes opuestos: el bien y el mal. A diferencia del monoteísmo, el dualismo cree que el mal es un poder independiente, ni creado por el buen Dios ni subordinado a él. El dualismo explica que todo el universo es un campo de batalla entre estas dos fuerzas, y que todo lo que ocurre en el mundo es parte de la lucha.
    El dualismo es una visión del mundo muy atractiva porque ofrece una respuesta breve y simple al famoso problema del mal, una de las preocupaciones fundamentales del pensamiento humano. ¿Por qué hay maldad en el mundo? ¿Por qué hay sufrimiento? ¿Por qué a las buenas personas les pasan cosas malas? Los monoteístas tienen que hacer un ejercicio intelectual para explicar cómo un Dios omnisciente, todopoderoso y perfectamente bueno permite que haya tanto sufrimiento en el mundo. Una explicación bien conocida es que esta es la manera que tiene Dios de permitir el libre albedrío humano. Si no existiera el mal, los humanos no podrían elegir entre el bien y el mal, y por lo tanto no habría libre albedrío. Sin embargo, se trata de una respuesta no intuitiva que plantea inmediatamente toda una serie de nuevas preguntas. La libertad de voluntad permite que los humanos elijan el mal. Son muchos, en realidad, los que eligen el mal y, según el relato monoteísta común, esta elección debe conllevar el castigo divino como consecuencia. Si Dios sabía por adelantado que una persona concreta utilizaría su libre albedrío para elegir el mal, y que como resultado sería castigada por ello con torturas eternas en el infierno, ¿por qué la creó Dios? Los teólogos han escrito innumerables libros para dar respuesta a estas preguntas. Algunos consideran que las respuestas son convincentes y otros que no lo son. Lo que es innegable es que a los monoteístas les cuesta mucho abordar el problema del mal.
    Para los dualistas, es fácil explicar el mal. Incluso a las personas buenas les ocurren cosas malas porque el mundo no está gobernado por un Dios omnisciente, todopoderoso y perfectamente bueno. Por el mundo anda suelto un poder maligno independiente. El poder del mal hace cosas malas.
    La concepción dualista tiene sus propios inconvenientes. Es verdad que ofrece una solución sencilla al problema del mal, si bien resulta perturbado por el problema del orden. Si el mundo fue creado por un único Dios, es evidente por qué es un lugar tan ordenado, donde todo obedece a las mismas leyes. Pero si en el mundo existen dos poderes opuestos, uno bueno y uno malo, ¿Quién decretó las leyes que rigen la lucha entre ambos? Dos estados rivales pueden luchar entre sí porque en ambos países se cumplen las mismas leyes de la física. Cuando el Bien y el Mal luchan ¿a qué leyes comunes obedecen, y quién decreta dichas leyes?
    Así pues, el monoteísmo explica el orden, pero es confundido por el mal. El dualismo explica el mal, pero es perturbado por el orden. Hay una manera lógica de resolver el enigma: argumentar que existe un único Dios omnipotente que creó todo el universo y que es un Dios maligno. Pero nadie en la historia ha tenido el estomago para un credo como este.
    Las religiones dualistas florecieron durante más de 1.000 años. En algún momento entre 1.500 a.C. y 1.000 a.C. un profeta llamado Zoroastro (Zaratustra) desplegó su actividad en algún lugar en Asia Central. Su credo pasó de generación en generación hasta que se convirtió en la más importante de las religiones dualistas: el zoroastrismo. Los zoroastristas veían el mundo como una batalla cósmica entre el buen dios Agura Mazda y el dios maligno Angra Mainyu. Los humanos tenían que ayudar al dios bueno en esta batalla. El zoroastrismo fue una religión importante durante el Imperio Persa Aqueménida y posteriormente se convirtió en la religión oficial del Imperio Persa Sasánida. Tuvo una influencia importante sobre casi todas las religiones posteriores de Oriente Próximo y de Asia Central, e inspiró a otras religiones dualistas, como el gnosticismo y el maniqueísmo.
    Durante los siglos III y IV d.C. el credo maniqueo se extendió desde China al norte de África, y por un momento pareció que ganaría al cristianismo a la hora de conseguir el dominio del Imperio Romano. Pero los maniqueos perdieron el alma de Roma ante los cristianos, el Imperio Sasánida zoroastrista fue vencido por los musulmanes monoteístas, y la oleada dualista amainó. En la actualidad, solo unas pocas comunidades dualistas subsisten en la India y Oriente Próximo.
    No obstante, la marea creciente del monoteísmo no barrió realmente al dualismo. El monoteísmo judío, cristiano y musulmán asimiló numerosas creencias y prácticas dualistas, y algunas de las ideas más básicas de lo denominamos "monoteísmo" son, de hecho, dualistas en origen y espíritu. Incontables cristianos, musulmanes y judíos creen en una poderosa fuerza maligna que puede actuar independientemente, luchar contra el Dios bueno y causar estragos sin el permiso de Dios.
    ¿Cómo puede un monoteísta ser partidario de una creencia dualista de este tipo? Lógicamente, es imposible. O bien uno cree en un Dios único y omnipotente o bien cree en dos poderes opuestos, ninguno de ellos omnipotente. Aún así, los humanos poseen una maravillosa capacidad para creer en contradicciones. De manera que no debería ser ninguna sorpresa que millones de piadosos cristianos, musulmanes y judíos consigan creer a la vez en un Dios omnipotente y en un Diablo independiente. Incontables cristianos, musulmanes y judíos han ido más lejos y han llegado a imaginar que el buen Dios necesita incluso nuestra ayuda en su lucha contra el Diablo, lo que, entre otras cosas, inspiró la convocatoria de yihads y cruzadas.
    Otro concepto dualista clave, en particular en el gnosticismo y el maniqueísmo, era la distinción clara entre cuerpo y alma, entre materia y espíritu. Los gnósticos y maniqueos argumentaban que el dios bueno creó el espíritu y el alma, mientras que la materia y los cuerpos son la creación del dios malo. El hombre, según esta concepción, sirve de campo de batalla entre el alma buena y el cuerpo malo. Desde una perspectiva monoteísta, esto es un disparate: ¿por qué distinguir de manera tan tajante entre cuerpo y alma, o entre materia y espíritu? ¿Y por qué aducir que el cuerpo y la materia son malignos? Al fin y al cabo, todo fue creado por el mismo dios bueno. Pero los monoteístas no pudieron dejar de sentirse cautivados por las dicotomías dualistas, precisamente porque les ayudaban a afrontar el problema del mal. De manera que dichas oposiciones acabaron siendo piedras angulares del pensamiento cristiano y musulmán. La creencia en el Cielo y el Infierno fue también dualista en su origen. No hay rastro de tal creencia en el Antiguo Testamento, que tampoco afirma que el alma de la gente continúe viviendo después de la muerte.
    De hecho, el monoteísmo, tal como se ha desarrollado en la historia, es un caleidoscopio de herencias monoteístas, dualistas, politeístas y animistas, mezcladas en un revoltillo bajo un único paraguas divino. El cristiano cree en el Dios monoteísta, pero también en el Diablo dualista, en santos politeístas y en espíritus animistas. Los estudiosos de la religión tienen un nombre para esta admisión simultánea de ideas distintas e incluso contradictorias y la combinación de rituales y prácticas tomadas de fuentes distintas. Se llama sincretismo. El sincretismo, en realidad, podría ser la gran y  única religión del mundo.

Extraído de: Harari, Y. N. (2022). Sapiens. De animales a dioses. Una breve historia de la humanidad. Penguin Random House: Barcelona.