lunes, 4 de septiembre de 2023

El desplome de la familia y de la comunidad

    Antes de la revolución industrial, la vida cotidiana de la mayoría de los humanos seguía su curso en el marco de tres antiguas estructuras: la familia nuclear, la familia extendida y la comunidad local íntima (grupo de personas que se conocen bien entre sí y que dependen mutuamente para su supervivencia). La mayoría de la gente trabajaba en el negocio familiar o trabajaba en los negocios familiares de sus vecinos. La familia era también el sistema de bienestar, el sistema de salud, el sistema educativo, la industria de la construcción, el gremio comercial, el fondo de pensiones, la compañía de seguros, la radio, la televisión, los periódicos, el banco e incluso la policía.
    Cuando una persona enfermaba, la familia cuidaba de ella. Cuando una persona envejecía, la familia asistía y sus hijos eran su fondo de pensiones. Cuando una persona moría, la familia se hacía cargo de los huérfanos. Si una persona quería construir una cabaña, la familia reunía el dinero necesario. Si una persona quería abrir un negocio, la familia reunía el dinero necesario. Si una persona quería casarse, la familia elegía o al menos daba el visto bueno, al cónyuge en potencia. Si surgía un conflicto con un vecino, la familia participaba en él. Pero si la enfermedad de una persona era demasiado grave para que la familia lo gestionara, o un nuevo negocio implicaba una inversión demasiado grande, o la pelea con el vecino llegaba hasta la violencia, intervenía la comunidad local.
    La comunidad ofrecía ayuda sobre la base de tradiciones locales y una economía de favores, que a menudo difería mucho de las leyes de la oferta y la demanda del libre mercado. En una comunidad medieval a la antigua usanza, cuando mi vecino tenía necesidad de ello, yo le ayudaba a construir su cabaña y a guardar sus ovejas, sin esperar a cambio ningún pago. Cuando era yo el que tenía una necesidad, mi vecino me devolvía el favor. Al mismo tiempo, el potentado local podía habernos reclutado a todos los aldeanos para construir su castillo sin que nos pagara un solo penique. A cambio, contábamos con que él nos defendería contra los bandidos y los bárbaros. La vida de la aldea implicaba muchas transacciones pero pocos pagos. Había algunos mercados, desde luego, pero su papel era limitado. En el mercado se podían comprar especias raras, ropas y herramientas y contratar los servicios de abogados y doctores. Pero menos del 10% de los productos y servicios que se usaban regularmente se compraban en el mercado. La familia y la comunidad se cuidaban de la mayoría de las necesidades humanas.
    Había también reinos e imperios que realizaban tareas importantes como entablar guerras, construir carreteras y edificar palacios. Para tales propósitos, los reyes establecían impuestos y ocasionalmente reclutaban soldados y trabajadores. Pero, con pocas excepciones, tendían a mantenerse apartados de los asuntos cotidianos de familias y comunidades. Incluso si deseaban intervenir, la mayoría de los reyes solo podían hacerlo con dificultad. Las economías agrícolas tradicionales tenían pocos excedentes con los que alimentar a la multitud de funcionarios gubernamentales, policías, trabajadores sociales, maestros y médicos. En consecuencia, la mayoría de los gobernantes no desarrollaron sistemas de protección social, sistemas de salud o sistemas de educación de masas. Dejaban estos asuntos en manos de las familias y comunidades. Incluso en las raras ocasiones en las que los gobernantes intentaron intervenir de manera más intensa en la vida cotidiana del campesinado, lo hicieron convirtiendo a los cabezas de familia y a los ancianos de la comunidad en agentes de gobierno.
    Con mucha frecuencia, las dificultades en el transporte y la comunicación hacían tan complicado intervenir en los asuntos de comunidades remotas que muchos reinos preferían ceder incluso las prerrogativas reales más básicas a las comunidades. El imperio otomano, por ejemplo, permitía que las familias impartieran justicia por su cuenta, en lugar de sostener una gran fuerza policial imperial.
    En el imperio Ming chino, la población se organizaba en el sistema baojia. Desde la perspectiva del imperio, este sistema tenía una ventaja enorme. En lugar de mantener a miles de funcionarios del erario público y a miles de recaudadores de impuestos, que hubieran tenido que supervisar los ingresos y gastos de cada familia, estas tareas se dejaban a los ancianos de la comunidad. Los ancianos sabían cuánto valía cada aldeano y por lo general podían hacer cumplir el pago de los impuestos sin implicar al ejército imperial.
    Muchos reinos e imperios eran ciertamente poco más que grandes sistemas organizados de protección. El rey era el capo di tutti i capi, que recogía el dinero de la protección, y a cambio se aseguraba de que los sindicatos del crimen vecinos y los pececillos locales no dañaran a los que estaban bajo su protección. Y poco más.
    La vida en el seno de la familia y la comunidad distaba mucho de ser ideal. Las familias y las comunidades podían oprimir a sus miembros de manera no menso brutal que lo que hacen los estados y los mercados moderno, y su dinámica interna estaba a menudo repleta de tensión y violencia; pero la gente tenía poca elección. Hacia 1750, una persona que perdiera a su familia y su comunidad era como si hubiera muerto. No tenía trabajo, ni educación ni apoyo en momentos de enfermedad o penuria. Nadie le prestaría dinero ni la defendería si se metía en problemas. No había policías, ni trabajadores sociales, ni educación obligatoria. Para poder sobrevivir, dicha persona tenía que encontrar rápidamente una familia o una comunidad alternativas. Los muchachos y las muchachas que huían del hogar podían esperar, en el mejor de los casos, convertirse en criados de alguna familia nueva. En el peor de los casos, estaban el ejército y el burdel.
    Todo esto cambió de manera espectacular a lo largo de los dos últimos siglos. La revolución industrial confirió al mercado poderes nuevos e inmensos, proporcionó al Estado nuevos medios de comunicación y transporte, y puso a disposición del gobierno un ejército de amanuenses, maestros, policías y trabajadores sociales. Al principio, el mercado y el Estado descubrieron que su camino estaba bloqueado por familias tradicionales a las que les gustaba poco la intervención exterior. Los padres y los ancianos de la comunidad eran reacios a dejar que la generación más joven fuera adoctrinada por sistemas educativos nacionalistas, reclutada en los ejércitos o transformada en proletariado urbano desarraigado.
    Con el tiempo, los estados y los mercados emplearon su creciente poder para debilitar los lazos tradicionales de la familia y la comunidad. El Estado enviaba a sus policías para detener las venganzas familiares y sustituirlas por decisiones de los tribunales. El mercado enviaba a sus mercachifles para eliminar las tradiciones locales y sustituirlas por modas comerciales que cambiaban continuamente. Pero esto no bastaba. Con el fin de quebrar realmente el poder de la familia y la comunidad necesitaban la ayuda de una quinta columna.
    El Estado y el mercado se aproximaron a la gente con una oferta que no podía rechazar. Convertíos en individuos. Casaos con quien deseéis, sin pedirles permiso a vuestros padres. Adoptad cualquier trabajo que os plazca, incluso si los ancianos de la comunidad fruncen el entrecejo. Vivid donde queráis, aunque no podáis asistir cada semana a la cena familiar. Ya no dependéis de vuestra familia o vuestra comunidad. Nosotros, el Estado y el mercado, cuidaremos de vosotros en su lugar. Os proporcionaremos sustento, refugio, educación, salud, bienestar y empleo. Os proporcionaremos pensiones, seguros y protección.
    La literatura romántica suele presentar al individuo como alguien que brega contra el Estado y el mercado. Nada podría estar más lejos de la verdad. El Estado y el mercado son la madre y el padre del individuo, y el individuo únicamente puede sobrevivir gracias a ellos. El mercado nos proporciona trabajo, seguros y una pensión. Si queremos estudiar una profesión, las escuelas del gobierno están ahí para enseñarnos. Si queremos abrir un negocio, el banco nos presta dinero. Si queremos construir una casa, una compañía constructora la edifica y el banco nos concede una hipoteca, en algunos casos subsidiada o asegurada por el Estado. Si estalla la violencia, la policía nos protege. Si enfermamos por algunos días, nuestro seguro de enfermedad se cuida de nosotros. Si quedamos postrados durante meses, aparece la Seguridad Social. Si necesitamos asistencia continuada, podemos ir al mercado y contratar a una enfermera, que por lo general es alguna extranjera procedente del otro extremo del mundo que nos cuida con la devoción que ya no esperamos de nuestros propios hijos. Si disponemos de los medios, podemos pasar nuestros años dorados en una residencia para gente mayor. Las autoridades tributarias nos tratan como individuos y no esperan que paguemos los impuestos del vecino.
    Pero la liberación del individuo tiene un precio. Muchos de nosotros lamentamos ahora la pérdida de familias y comunidades fuertes y nos sentimos alienados y amenazados por el poder que el Estado y el mercado impersonales ejercen sobre nuestras vidas. Los estados y mercados compuestos de individuos alienados pueden intervenir en la vida de sus miembros mucho más fácilmente que los estados y mercados compuestos de familias y comunidades fuertes. Cuando ni siquiera los vecinos de un edificio de apartamentos de muchos pisos pueden ponerse de acuerdo acerca de cuánto pagar a su portero, ¿Cómo podemos esperar que resistan al Estado?
    El pacto entre estados, mercados e individuos no es fácil. El Estado y el mercado no se ponen de acuerdo acerca de sus derechos y obligaciones mutuos, y los individuos se quejan de que ambos exigen demasiado y ofrecen muy poco. En muchos casos, los individuos son explotados por los mercados y los estados emplean sus ejércitos, fuerzas de policía y burocracias para perseguir a los individuos en lugar de defenderlos. Pero es sorprendente que este pacto funcione, aunque sea de manera imperfecta. Porque quebranta incontables generaciones de arreglos sociales humanos. Millones de años de evolución nos han diseñado para vivir y pensar como miembros de una comunidad. Y en tan solo 2 siglos nos hemos convertido en individuos alienados. Nada atestigua mejor el apabullante poder de la cultura.
    La familia nuclear no ha desaparecido por completo del paisaje moderno. Cuando los estados y mercados arrebataron a la familia la mayor parte de sus atribuciones económicas y sociales, le dejaron algunas importantes funciones emocionales. Todavía se supone que la familia moderna proporciona necesidades íntimas que el Estado y el mercado son incapaces, hasta ahora, de proporcionar. Pero incluso aquí la familia está sometida a intervenciones crecientes. El mercado modela hasta un grado todavía mayor la manera en que la gente lleva su vida romántica y sexual. Mientras que tradicionalmente la familia era la principal casamentera, hoy en día es el mercado el que ajusta nuestras preferencias románticas y sexuales, y después echa una mano para proporcionarlas a  un  elevado. Anteriormente, el novio y la novia se encontraban en el salón familiar, y el dinero pasaba de las manos de un padre a las del otro. En la actualidad, el cortejo se hace en bares y cafés, y el dinero pasa de las manos de los amantes a las de los camareros. Y todavía se transfiere más dinero a las cuentas bancarias de los diseñadores de modas, dueños de gimnasios, dietistas, cosmetólogos y cirujanos plásticos, que nos ayudan a llegar al café con un aspecto lo más parecido posible al ideal de belleza del mercado.
    También el Estado mantiene bajo un fuerte escrutinio las relaciones familiares, en especial entre padres e hijos. Los padres están obligados a mandar a sus hijos a que el Estado los eduque. En la mayoría de las sociedades, la autoridad de los padres era sagrada. El respeto y la obediencia a los padres figuraban entre los valores más venerados. Actualmente, la autoridad paterna se bate en retirada. Cada vez más se excusa que los jóvenes no obedezcan a sus mayores, mientras que se acusa a los padres de cualquier cosa que no funcione en la vida de su hijo.

    Extraído de: Harari, Y. N. (2022). Sapiens. De animales a dioses. Breve historia de la humanidad. Penguin Random House: Barcelona.

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