domingo, 3 de septiembre de 2023

La esclavitud del tiempo

    Aunque nos hemos hecho cada vez más impermeables a los caprichos de la naturaleza, nos hemos visto sometidos cada vez más a los dictados de la industria y los gobiernos modernos. La revolución industrial abrió el camino a una larga cola de experimentos de ingeniería social y a una serie todavía más larga de cambios no premeditados en la vida cotidiana y en la mentalidad humana. Un ejemplo entre muchos es la sustitución de los ritmos de la agricultura tradicional por el horario uniforme y preciso de la industria.
    La agricultura tradicional dependía de los ciclos de tiempo natural y el crecimiento orgánico. La mayoría de las sociedades eran incapaces de efectuar mediciones precisas del tiempo, y tampoco estaban demasiado interesadas en hacerlo. El mundo se ocupaba de sus quehaceres sin relojes ni horarios, sometidos únicamente a los movimientos del sol y a los ciclos de crecimiento de las plantas. No había una jornada laboral uniforme, y todas las rutinas cambiaban drásticamente de una estación a la siguiente. La gente sabía dónde estaba el sol, y observaba ansiosa los posibles augurios de la estación de las lluvias y del tiempo de la cosecha, pero no sabían la hora y apenas se preocupaban por el año. Si un viajero en el tiempo que se hubiera perdido apareciera en una aldea medieval y preguntara a un transeúnte: ¿En qué año estamos?, el aldeano quedaría tan sorprendido por la pregunta como por la ridícula vestimenta del extraño.
    A diferencia de los campesinos y zapateros medievales, a la industria moderna le preocupa muy poco el sol o las estaciones. Santifica la precisión y la uniformidad. Por ejemplo, en un taller medieval cada zapatero producía un zapato completo, desde la suela a la hebilla. Si un zapatero aparecía tarde en el trabajo, no afectaba al trabajo de los demás. Sin embargo, en la cadena de montaje de una fábrica de zapatos moderna, cada obrero opera una máquina que produce solo una pequeña parte de un zapato, que después pasa a la máquina siguiente. Si el trabajador que opera la máquina nº 5 se ha dormido, esto detiene todas las demás máquinas. Con el fin de evitar estos percances, todos deben adoptar un horario preciso. Cada obrero llega al trabajo exactamente a la misma hora. Todos hacen la pausa para comer a la misma hora, tengan o no tengan hambre. Todos vuelven a casa cuando una sirena anuncia que el turno ha terminado, no cuando han acabado su proyecto.
    La revolución industrial transformó el horario y la cadena de montaje en un patrón para casi todas las actividades humanas. Poco después de que las fábricas impusieran sus horarios al comportamiento humano, también las escuelas adoptaron horarios precisos, y las siguieron los hospitales, las oficinas del gobierno y las tiendas de comercio. Incluso en lugares desprovistos de cadenas de montajes y de máquinas, el horario se convirtió en el rey. Si el turno en la fábrica termina a las 17:00 de la tarde, es mejor que la taberna local abra sus puertas a las 17:02
    Una conexión crucial en el sistema de horarios que se iba extendiendo fue el transporte público. Si los obreros tenían que iniciar su turno a las 8:00, el tren o autobús debía llegar a la puerta de la fábrica a las 7:55. Un retraso de unos pocos minutos reduciría la producción y quizá provocaría el despido de los desgraciados que llegaran tarde. En 1784 empezó a funcionar en Gran Bretaña un servicio de carruajes con un horario publicado. Dicho horario especificaba únicamente la hora de partida, no la de llegada. Por aquel entonces, cada ciudad y pueblo de Gran Bretaña tenía su hora local, que podía diferir de la de Londres en hasta media hora. Cuando eran las 12:00 en Londres, eran quizá las 12:20 en Liverpool y las 11:50 en Canterbury. Puesto que no había teléfonos, ni radio o televisión, ni trenes rápidos, ¿Quién podía saberlo, y a quién le importaba?
    El primer servicio de trenes comerciales empezó a operar entre Liverpool y Manchester en 1830. Diez años después, se publicó el primer horario de trenes. Los trenes eran mucho más rápidos que los antiguos carruajes, de modo que las diferencias singulares en las horas locales se convirtieron en un grave fastidio. En 1847, las compañías británicas de ferrocarriles se pusieron de acuerdo en que a partir de entonces todos los horarios de trenes se sincronizarían según la hora del Observatorio de Greenwich, en lugar de hacerlo a la hora local de Liverpool, Manchester o Glasgow. Cada vez más instituciones siguieron el camino de las compañías de ferrocarriles. Finalmente, en 1880 el gobierno británico dio el paso sin precedentes de legislar que todos los horarios de Gran Bretaña debían seguir el de Greenwich. Por primera vez en la historia, un país adoptó una hora nacional y obligó a su población a vivir según un reloj artificial y no según las salidas y puestas de sol locales.
    Este inicio modesto generó una red global de horarios, sincronizados hasta las más pequeñas fracciones de segundo. Cuando los medios de comunicación hicieron su debut, entraron en un mundo de horarios y se convirtieron en sus principales evangelistas y difusores. Entre las primeras cosas que las emisoras de radio transmitían figuraban las señales horarias, pitidos que permitían a los poblados alejados y a los buques en alta mar poner en hora sus relojes. Posteriormente, las emisoras de radio adoptaron la costumbre de emitir las noticias cada hora. En la actualidad, lo primero que se oye en cualquier noticiario es la hora. Durante la IIGM, las noticias de la BBC se emitían a la Europa ocupada por los nazis. Cada programa de noticias se iniciaba con una emisión en directo de las campanadas del Big Ben que daban la hora: el mágico sonido de la libertad. Ingeniosos físicos alemanes encontraron la manera de determinar las condiciones meteorológicas en Londres sobre la base de minúsculas diferencias en el tono de las campanadas. Dicha información ofrecía una valiosa ayuda a la Luftwaffe. Cuando el servicio secreto lo descubrió, sustituyeron la emisión en directo por un registro del sonido del famoso reloj.
    Con el fin de operar la red de horarios, se hicieron ubicuos los relojes portátiles baratos pero precisos. En las ciudades asirias, sasánidas o incas pudieron haber existido al menos algunos relojes de sol. En las ciudades medievales europeas había por lo general un único reloj: una máquina gigantesca montada sobre una torre elevada en la plaza del pueblo. Era notorio que estos relojes de las torres eran inexactos, pero puesto que no había en el pueblo otros relojes que los contradijeran apenas suponían ninguna diferencia. Hoy en día, una única familia rica tiene generalmente más relojes en casa que todo un país medieval. Se puede saber la hora mirando el reloj de pulsera, consultando el Android, echando un vistazo al reloj despertador junto a la cama, observando el reloj de la pared de la cocina, mirando el microondas, dirigiendo una mirada al televisor o al reproductor de DVD, u observando con el rabillo del ojo la barra de tareas del ordenador. Hay que hacer un esfuerzo consciente para no saber qué hora es.
    Una persona normal consulta estos relojes varias decenas de veces al día, porque casi todo lo que hacemos tiene que hacerse a su hora. Un reloj despertador nos despierta a las 7:00 de la mañana, calentamos nuestro cruasán congelado durante exactamente 50 segundos en el microondas, nos cepillamos los dientes durante 3 minutos hasta que el cepillo eléctrico suena, subimos al tren de las 7:40 para ir al trabajo, corremos en la cinta del gimnasio hasta que el timbre anuncia que ya ha pasado media hora, nos sentamos frente al televisor a las 19:00 para ver nuestro programa favorito, que es interrumpido en momentos previstos de antemano por anuncios que cuestan 1.000€ por segundo, y finalmente descargamos toda nuestra ansiedad visitando a un terapeuta que limita nuestra cháchara a la hora de terapia estándar, que ahora es de 50 minutos.
    La revolución industrial trajo consigo decenas de trastornos importantes en la sociedad humana. Adaptarse al tiempo industrial es solo uno de ellos. Otros ejemplos notables incluyen la urbanización, la desaparición del campesinado, la aparición y el aumento del proletariado industrial, la atribución de poder a la persona común, la democratización, la cultura juvenil y la desintegración del patriarcado.
    Pero todos estos trastornos quedan empequeñecidos por la revolución social más trascendental que jamás haya acaecido a la humanidad: el desplome de la familia y de la comunidad local y su sustitución por el Estado y el mercado. Hasta donde podemos saber, desde los tiempos más tempranos, hace más de un millón de años, los humanos vivían en comunidades pequeñas e íntimas, la mayoría de cuyos miembros estaban emparentados. La revolución cognitiva y la revolución agrícola no cambiaron esta situación. Agruparon familias y comunidades para crear tribus, ciudades, reinos e imperios, pero las familias y las comunidades siguieron siendo las piezas básicas de todas las sociedades humanas. La revolución industrial, en cambio, consiguió en poco menos de dos siglos desmenuzar estas piezas en átomos, y la mayor aparte de las funciones tradicionales de las familias y las comunidades quedaron en manos de los Estados y los mercados.

Extraído de: Harari, Y. N. (2022). Sapiens. De animales a dioses. Breve historia de la humanidad. Penguin Random House: Barcelona.

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