jueves, 1 de octubre de 2020

Educar para la libertad

La profundidad del adoctrinamiento tendencioso que se lleva a cabo en las escuelas incapacita a las personas instruidas para comprender siquiera las ideas más elementales. Las escuelas fueron diseñadas para apoyar los intereses del sector social dominante, la gente de mayor riqueza y bienestar. Desde muy temprano, en la educación se nos socializa para que comprendamos la necesidad de prestar respaldo a las estructuras del poder, sobre todo a las grandes empresas, a los hombres de negocios. La lección que uno saca de esta educación socializadora es que, como no apoyes los intereses de los más ricos y poderosos, lo tendrás crudo: sencillamente, se te expulsa del sistema o se te marginaliza. Y la escuela cumple con éxito este programa de adoctrinamiento de los jóvenes gracias a que opera dentro de un marco de propaganda cuyo efecto es de formar o suprimir las ideas y la información no deseadas. En nuestra cultura intelectual, los hechos que no convienen al sistema doctrinal se despachan con rapidez, como si no existiera; simplemente, se eliminan.

Como consecuencia, resulta mucho más sencillo ignorar todo lo que no interesa oír. La escuela impide la difusión de verdades esenciales. Es la responsabilidad intelectual de los maestros o de cualquier otra persona que se mueva en ese ámbito de intentar decir la verdad. Decirle la verdad al poder no es ninguna tarea honrosa, literalmente, es malgastar el tiempo.

Lo que debemos procurarnos es un auditorio que importe. En el caso de la enseñanza se trata de los estudiantes; no hay que verlos como un simple auditorio, sino como elemento integrante de una comunidad con preocupaciones compartidas, en la que uno espera poder participar constructivamente. No debemos hablar a sino hablar con. Eso es ya instintivo en los buenos maestros. Los estudiantes no aprenden por una mera transferencia de conocimientos, que se engulla con el aprendizaje memorístico y después se vomite, no con la imposición de una verdad oficial; esta última opción no conduce al desarrollo de un pensamiento crítico e independiente. La obligación de cualquier maestro es ayudar a sus estudiantes a descubrir la verdad por sí mismos, sin eliminar, por tanto, la información y las ideas que puedan resultar embarazosas para los más ricos y poderosos: los que crean, diseñan e imponen la política escolar. Los miembros del rebaño tienen que ser rigurosamente adoctrinados en los valores e intereses de tipo privado y estatal-corporativo. Los que asimilen mejor esta educación en los valores de la ideología dominante y demuestren su lealtad al sistema doctrinal podrán, a la postre, entrar a formar parte de la clase especializada.

La escuela y su meta es evitar que la gente haga preguntas importantes sobre las cuestiones importantes que les afectan directamente a ellos o bien a los demás. No se aprende solo contenidos, sino que, además, aprendes cómo has de comportarte, cómo vestirte adecuadamente, qué tipo de preguntas puedes hacer, cómo encajar (en el sentido de amoldarte), etc. A la que seas demasiado independiente, o cuestiones demasiado a menudo el código de tu profesión, lo más probable es que te expulsen del orden de los privilegiados. De modo que uno se da cuenta rápido de que, para triunfar, hay que servir a los intereses del sistema doctrinal. Hay que estarse callado e instilar en los alumnos las creencias y los dogmas más útiles para los intereses de los que están de verdad en el poder.

Si la escuela fuera un auténtico servicio público y general, nos proporcionaría técnicas de autodefensa, pero eso quiere decir enseñar la verdad sobre el mundo y la sociedad. Y se dedicaría, con mucha más asiduidad y energía, justamente al tipo de cuestiones de las que estamos tratando, para que las personas que crecen dentro de una sociedad abierta y democrática desarrollen técnicas de autodefensa no solo contra los aparatos propagandísticos de las sociedades totalitarias controladas por el estado, sino también contra los sistemas privados de propaganda (esto es, la escuela, los medios de comunicación, la prensa que selecciona los temas de discusión e intelectualidad) que controlan casi del todo el desarrollo de la tarea educativa. Los que ejercen este control sobre el aparato educativo merecen ser considerados como miembros de la clase de los comisarios; los comisarios, en efecto, son intelectuales que trabajan fundamentalmente para reproducir, legitimar y mantener el orden social dominante, que les reporta beneficios. Los auténticos intelectuales, por el contrario, tienen la obligación de investigar y difundir la verdad sobre los temas más significativos, sobre los temas que importan.

La escuela sigue siendo de lo más antidemocrática no solo por sus estructuras de gobierno (los directores, por ejemplo, son nombrados desde arriba, y no elegidos por votación), sino también porque reproduce la ideología dominante que, a su vez, desincentiva la reflexión crítica e independiente. ¿Cómo podría lograr la educación ser un estímulo para el pensamiento crítico, en lo que respecta a la creatividad, la curiosidad e incluso las necesidades de los estudiantes?

La verdadera enseñanza democrática no consiste en memorizar los ideales de la democracia. El aprendizaje auténtico se produce cuando se invita a los estudiantes a que descubran por sí mismos la naturaleza de la democracia y su funcionamiento. Una educación cuya meta sea lograr un mundo más democrático debería proporcionar a sus estudiantes herramientas críticas con las que trazar relaciones entre los acontecimientos que, finalmente, desenmascaren las mentiras y el engaño. En lugar de adoctrinar a los estudiantes con mitos sobre la democracia, la escuela debería comprometerlos en la práctica de la democracia.

Dewey parece haber considerado que una reforma de los primeros niveles de la educación podía provocar cambios sociales significativos. Podía abrir el camino a una sociedad más justa y libre, una sociedad en la cual, citando al propio Dewey: el objetivo último de la producción no sea la producción de bienes, sino la producción de seres humanos asociados entre sí en términos de igualdad.

El objetivo de la educación citando ahora a Bertrand Rusell, es lograr que se perciba el valor de la realidad ajena a la dominación con miras a crear ciudadanos sabios de una comunidad libre y estimular una combinación de ciudadanía, libertad y creatividad individual. Rusell denominó concepción humanística a la idea de que la educación no ha de entenderse como el proceso de llenar de agua un recipiente, sino más bien el de ayudar a que una flor crezca según su propia naturaleza. La idea consiste en proporcionar las circunstancias en las que se puedan desarrollar las diferentes manifestaciones de la creatividad. Una idea del siglo XVIII, recuperada a la par por Dewey y Rusell. Stuart Mill consideraba que el valor central de la vida humana era el trabajo creativo, emprendido por decisión propia y realizado en colaboración con otros.

Si se llevaran a la práctica, estas ideas podrían crear seres humanos libres, cuyos valores no serían ya el acaparamiento y la dominación, sino la asociación libre en términos de igualdad, de distribución equitativa, de cooperación, de participación igualitaria en la realización de unos objetivos comunes, que se han determinado democráticamente.

La responsabilidad de la educación, sin duda, corresponde en parte a la escuela, a la universidad y a todos los sistemas formales de información. Ello es cierto tanto si el objetivo de la educación es educar para la libertad y la democracia, como postulaba Dewey, o bien educar para la obediencia, la subordinación y la marginalización, como exigen las instituciones dominantes. Es necesario, por tanto, echar un vistazo a qué forma están dando a los factores del entorno familiar, la política social y la cultura dominante.

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