martes, 1 de diciembre de 2020

¿Cómo pensamos que son los niños y los jóvenes?

Muchos de nosotros, sencillamente, no confiamos en los niños y adolescentes. Tenemos sospechas sobre lo que harían con más tiempo libre y muchas dudas sobre si aprenderían algo si no les obligáramos a hacer tareas muy concretas. Una mayoría significativa de nuestros conciudadanos tiene una mala opinión de los niños de todas las edades, a los que definen como maleducados, vagos, irresponsables y carentes de los valores más básicos.

Cualquiera que sea la razón, la desconfianza en los jóvenes está tan extendida que hemos llegado a considerarla normal; y su transcendencia pasa desapercibida en las prácticas educativas cotidianas que se desarrollan en casa y en la escuela. Por ejemplo, la manera en que entendemos la disciplina parece asumir que también aplicamos a los niños la famosa caracterización de la vida hecha por Thomas Hobbes: brutal, desagradable y corta. Por esta razón solemos decir que si los profesores no toman el control del aula, el resultado más probable será el caos. Esta visión dicotómica implica que los estudiantes, o tal vez las personas en general, no actuarán de manera responsable o considerada a no ser que sean rigurosamente vigilados. En vez de ayudarlos a reflexionar sobre la manera de comportarse, es necesario decirles exactamente qué se espera de ellos.

En estrecha relación, e igualmente sintomática, está la suposición de que hay que amenazar a los niños con algún tipo de consecuencia punitiva si incumplen. Desde esta perspectiva, las peticiones y explicaciones no bastan; los niños no respetarán unas expectativas razonables a menos que teman que a los desobedientes se les hará sufrir de alguna manera. Puesto que los métodos de gestión del aula más tradicionales descansan en estas premisas, es razonable llegar a la conclusión de que se basan en una desconfianza fundamental acerca de las motivaciones de los niños.

No menos problemática es la tendencia a elogiar a los niños cuando hacen algo bien. Aquí el supuesto tácito parece ser que cualquier acto generoso que puedan hacer es mera casualidad, y que la única razón para que lo vuelvan a hacer es recibir una recompensa extrínseca, como la aprobación de un adulto. El conductismo ortodoxo cree que esto es cierto para todo, pero muchas personas parecen pensar que es verdad especialmente en relación con ayudar, compartir y cuidar. Esto, a su vez, da a entender que cualidades como la generosidad no son naturales, y que si dejáramos a los niños a su aire solo se preocuparían de sí mismos.

En paralelo a la idea de que debemos decir a los niños exactamente qué hacer, está la de que debemos decirles exactamente qué aprender. Hay una correlación sorprendente entre una visión negativa de los niños y un enfoque tradicional de la educación, en donde prácticamente todas las decisiones importantes sobre lo que hay que aprender son tomadas por los adultos. La enseñanza transmisiva tiene prioridad sobre la exploración y el descubrimiento; se guía a los estudiantes, paso a paso, a través de una lista de datos y habilidades; y se los evalúa constantemente bajo el control de una agenda en cuya creación no han participado.

La idea de que es natural hacer lo menos posible es una reliquia de las obsoletas teorías tensión-reducción u homeostáticas, que establecen que los organismos siempre buscan un estado de equilibrio. Pocas ideas psicológicas han sido tan completamente cuestionadas por la evidencia empírica. Los niños están naturalmente inclinados a tratar de dar sentido al mundo, a comprometerse a hacer las cosas por encima de su nivel actual de competencia. Cuando ellos holgazanean, no es un reflejo de la naturaleza humana, es una señal de que algo no funciona. Tal vez el individuo se siente amenazado y recurre a una estrategia de control de daños. Quizá la motivación extrínseca ha minado el interés por la tarea convirtiéndola en un requisito tedioso previo a la obtención de una recompensa. Tal vez la tarea se percibe como inútil y aburrida en sí misma. O tal vez el medio ambiente, por ejemplo el aula, es un lugar donde se valoran los resultados, y no la exploración intelectual. En ese caso, los estudiantes que buscan atajos no están siendo vagos, sino inteligentes. Al elegir hacer la tarea más sencilla que puedan, solo están maximizando sus posibilidades de éxito.

Los deberes parecen basarse en dos formas distintas de desconfianza. La primera es una sospecha general sobre los niños, que lleva a muchos adultos a creer que necesitamos llenar lo que de otro modo sería un tiempo libre desperdiciado. Desde este punto de vista los deberes no se justifican tanto porque los ayuden a aprender, como porque nos aseguran que los mantendrán ocupados en una forma provechosa. Son tareas inútiles, una forma de tener bajo control a los más jóvenes cuando salen de la escuela. Se trata de una falta de respeto asumir que cualquier cosa que decidan hacer los niños tiene poco valor y por lo tanto siempre es legítimo encontrar la manera de conseguir que hagan más deberes.

El aburrimiento es ese estado en el que se fuerza a la imaginación a tomar el control y crear entretenimiento. Sin embargo, si los estudiantes no están haciendo deberes, sus mentes no están ocupadas, viene a ser la idea. La falta de confianza en los niños y jóvenes tiene todas las posibilidades de crear una profecía autocumplida, ya que acaban ajustándose a nuestras bajas expectativas. Si existen cuestiones de fondo que justifican la preocupación de los padres, estas se deben abordar directamente, no ocultarlas bajo un montón de deberes.

Otros aprendizajes se dan, por otra parte, en actividades no organizadas, en casa y en el barrio, solos y con amigos, en el mundo real y en el virtual u online. El hecho de que este aprendizaje normalmente no se parezca a las tareas académicas tradicionales se interpreta, muy a la ligera, como si no existiera o no fuera importante. Otros aprendizajes son académicos pero no consisten en deberes tradicionales. Más bien, se llevan a cabo como una extensión natural de lo que los niños han hecho en la escuela: proyectos que los niños eligen y dan forma por su propia iniciativa. Si los estudiantes no quieren hacer esto. Nuestro objetivo como docentes es hacer el aprendizaje lo suficientemente interesante como para que los estudiantes quieran continuar con un proyecto por la tarde. La falta de implicación de los estudiantes con sus estudios se cita como una prueba de la necesidad de mandar deberes.

¿Todos los estudiantes eligen participar en este tipo de proyectos? No, pero no es un buen argumento para obligar a todos a hacer deberes y eliminar la posibilidad de que algunos alumnos aprendan por sí mismos.

¿Por qué los niños tienen que ser productivos hasta el momento de irse a la cama? ¿Y si quieren pasar el rato con sus amigos? ¿Y qué pasa si después de pasar todo el día con sus compañeros prefieren estar un tiempo a solas? La mera suposición de que todo esto no es conveniente debería llevarnos a cuestionar el cruel régimen de mejora académica al que tantas personas ansían someterlos. Y que lo único que muestra es nuestra concepción de la infancia.

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