martes, 17 de noviembre de 2020

Preguntas sin plantear

Los deberes siguen siendo defendidos por los responsables educativos, mandados por el profesorado y aceptados por las familias, en parte, por nuestra pereza cultural a pedir explicación de las prácticas sociales, a exigir razones que las justifiquen y a oponernos a aquellas prácticas cuya justificación es insuficiente. Podemos no “aceptar” (es decir, dar por bueno) todo lo que se nos dice por parte de responsables políticos y profesionales educativos; pero, en otro sentido de la palabra, tendemos a “aceptar” (es decir, aguantarnos con) lo que hacen.

Mientras el escéptico piensa y duda y, al hacerlo, afirma su visión de cómo deberían ser las cosas, el cínico no afirma nada, no hace nada y acaba perpetuando consensos que empeoran nuestras vidas. Posteriormente esos consensos confirmarán, en una evidente profecía autocumplida, la conclusión cínica de que no se puede cambiar nada.

Desde niños, se nos entrena para sentarnos quietos, escuchar lo que dice el profesor o deslizar los subrayadores sobre cualquier palabra del libro que estemos obligados a aprendernos de memoria. Muy pronto, nos volvemos menos propensos a preguntar o incluso a cuestionar si realmente tiene sentido lo que se nos enseña. Solo queremos saber si entra en el examen.

Cuando alguna práctica o política no nos hace muy felices, se nos anima a centrarnos en aspectos accesorios de lo que está pasando, a hacer preguntas sobre los detalles de cómo se lleva a cabo pero no sobre si debería hacerse. Cuanta más atención dedicamos a las preocupaciones secundarias, más se fortalecen los temas principales y las estructuras sociales que los amparan, así como los principios en que se basan. Al mismo tiempo nuestro sistema educativo evita, activamente, que se traten temas que tienen importancia por sí mismos. Si a las universidades les interesa demostrar que son capaces de educar personas, los estudiantes con buenas calificaciones serían una mala apuesta debido a su menor tendencia a mejorar su rendimiento.

Los profesores frecuentemente son testigos de lo infelices que los deberes hacen a un gran número de niños y de cómo muchos se resisten a hacerlos. El punto de partida de una monografía consideraba el que los estudiantes completen cualquier tarea que se les mande como un signo de madurez. Se nos dice que los niños más pequeños simplemente no entienden que los deberes les pueden ayudar a desarrollar importantes cualidades personales o un comportamiento académico responsable. Ni el éxito definido como conformidad, ni el valor de los deberes constituyen un tema de interés. Pero lo que más llama la atención es la falta de interés por tomarse en serio la posibilidad de repensar los deberes, incluso por parte de investigadores que han aportado pruebas que parecerían invitar a esta consideración. Nuestro objetivo como profesores y padres, se limita a maximizar el rendimiento de los niños, a hacerlos más eficientes a la hora de ejecutar cualquier instrucción que se les dé. El foco generalmente se limita a la cantidad que se manda. Está bien, pero debería preocuparnos más que al hacer esto perdemos de vista gran parte de lo que verdaderamente importa.

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