Cuando
una persona está profundamente apegada a una idea, puede ignorar o
tergiversar la investigación en contra de su idea, e incluso evitar
hacerse el tipo de preguntas que podrían poner en duda dicha idea.
Con
respecto a los deberes, de forma mayoritaria se piensa que ayudan a
los estudiantes a aprender mejor. Esto se da por la existencia de
concepciones erróneas sobre el propio aprendizaje. Estas creencias
erróneas acera de cómo llegan los niños a adquirir conocimientos y
a construir los significados de las ideas, son responsables de una
serie de políticas educativas cuyo atractivo es mayor cuanto menos
se entiende de educación. Las pruebas estandarizadas son un ejemplo:
cuanto menos se sabe sobre cómo funcionan las aulas reales y sobre
cómo determinar qué estudiantes están teniendo problemas, más
probable es que se consideren importantes las puntuaciones de estas
pruebas. De forma similar, el apoyo a los deberes se beneficia de la
ignorancia sobre la ciencia cognitiva, la pedagogía y el desarrollo
infantil.
Para
empezar, consideremos la creencia de que los deberes deben ser útiles
simplemente porque dan más tiempo a los estudiantes para que dominen
un tema o habilidad. De hecho, los deberes en sí mismos pueden verse
como una forma barata de prolongar la jornada escolar. Las tareas
para casa aumentan la cantidad de tiempo que los estudiantes dedican
a temas académicos en una o dos horas. Consiguiendo, se supone, un
mayor rendimiento.
¿Es
probable que más cantidad de lo que los expertos llaman tiempo de
trabajo pueda cambiar algo? La respuesta a esta pregunta es tan
evidente que los defensores del tiempo de trabajo se vieron obligados
a revisar su planteamiento inicial. En la versión modificada se
afirma que el aprendizaje mejora de forma proporcional a la cantidad
de tiempo de implicación en los deberes. Examinemos la investigación
con más detenimiento. La cantidad de tiempo que un estudiante dedica
a una tarea no está tan claramente relacionada con el rendimiento
como podría parecer. El tiempo es una condición necesaria para el
aprendizaje, pero no suficiente. El aprendizaje requiere tiempo, pero
dedicar tiempo no garantiza por sí solo que el aprendizaje tenga
lugar. Más tiempo puede dar lugar a más aprendizaje si, en primer
lugar, (la falta de) tiempo dedicado era la causa principal del
problema. Si la causa real eran otros factores, proporcionar más
tiempo no será una estrategia eficaz.
Sin
lugar a dudas hay profesores que sostendrán que el principal
problema es la falta de tiempo, especialmente
en la actualidad, cuando se los presiona para ajustarse a un
currículo inabarcable impuesto desde lejanos despachos. Sin
embargo, la principal consecuencia de que el tiempo de clase sea tan
limitado es lo poco que se puede hacer con los deberes. Si se
multiplica el número de alumnos en el aula por el tiempo que le
lleva a un profesor leer y evaluar adecuadamente la tarea de cada
estudiante, podemos ver por qué los profesores que mandan deberes de
forma regular suelen ser incapaces de revisar con detalle el trabajo
de sus alumnos. Peor aún, esta falta de tiempo crea una poderosa
presión, no solo para mandar las mismas tareas a todos los niños de
la clase; sino mandar el tipo de deberes de menor interés, el tipo
que se puede corregir rápidamente. Quizá
tenga sentido que veamos la educación menos como cuánto debe cubrir
el profesor y más como cuánto se puede ayudar a descubrir a los
alumnos.
Se
suele afirmar que mandar a los estudiantes deberes que implican
repetición y práctica refuerza lo que se les ha enseñado en clase.
La práctica no crea comprensión al igual que dar a los niños un
plazo límite no les enseña habilidades de gestión del tiempo.
Podría tener sentido decir sigue practicando hasta que automatices
lo que estás haciendo. Esto viene a ser aprendizajes conductuales.
La realización de las tareas escolares son conductuales, esto viene
a ser la aplicación de la teoría conocida como conductismo.
Cuando
profesores y familias hablan de utilizar los deberes para reforzar el
material que han aprendido los estudiantes o, más exactamente, el
material que se les ha enseñado y que pueden, o no, haber aprendido,
el término no se esta utilizando en un sentido técnico. Pero no
importa. Se den cuenta o no, están aceptando la misma visión miope
del aprendizaje que hace hincapié en los ejercicios y en la
práctica, ya que su objetivo es producir una conducta. De este modo,
justificar que los estudiantes vayan a casa con una hoja llena de
ejercicios para practicar, con el argumento de que refuerza su
aprendizaje, está afirmando que lo que importa no es la comprensión
sino la conducta.
El
énfasis en la construcción de significados se opone frontalmente a
la idea de que el aprendizaje consiste en la adquisición de un
repertorio de conductas. La teoría conductista es profundamente
superficial. Aprender no se limita a absorber nueva información o
adquirir respuestas automáticas ante estímulos. Actualmente, no
solo los teóricos del aprendizaje y del conocimiento, sino
prácticamente todos los investigadores cognitivos defienden un tipo
de enseñanza más coherente con esto que trata a los estudiantes
como constructores o creadores de significados.
En
realidad, son los niños que no comprenden los conceptos que se
ocultan quienes más necesitan un enfoque de la enseñanza orientado
a una comprensión profunda. Cuantos más conceptos se les dé y más
se les diga qué tienen que hacer al pie de la letra, más atrás se
quedarán a la hora de captar estos conceptos. La consecuencia es
que, muchas veces, no son capaces de aprender estos métodos y
transferirlos ni siquiera a situaciones ligeramente diferentes a
aquellos a los que están acostumbrados.
Las
mejores aulas no solo se caracterizan por más pensamiento que
memoria; también porque los estudiantes generan gran parte del
pensamiento. Los niños acabarán llegando a la verdad si piensan y
debaten lo suficiente, porque absolutamente nada es arbitrario. Por
el contrario, cuando a los estudiantes simplemente se les enseña la
manera más directa de obtener la respuesta, adquieren el hábito de
mirar al adulto o al libro en vez de pensar las cosas detenidamente.
Se hacen menos autónomos, más dependientes. Será menos probable
que traten de discurrir qué tiene sentido hacer cuando se atasquen;
y más probable que traten de recordar lo que se supone que tienen
que hacer (de entre las respuestas conductuales que se les ha
enseñado a producir). La práctica masiva puede ayudar a algunos
estudiantes a conseguir recordar mejor la respuesta correcta, pero no
a pensar mejor ni mucho menos a acostumbrarse a pensar.
Deberíamos
mantener alejados de los deberes al alumnado por un lado, porque con
lo que los niños hacen en el colegio es suficiente, y la repetición
no es ni necesaria ni deseable; y, por otro, porque cuando los padres
tratan de ayudar a sus hijos con los deberes tienden a enseñarles lo
que a ellos les han dicho que es la forma “correcta”. Una vez
más, esto bloquea el pensamiento de los niños. La práctica
repetitiva suele conducir al hábito no a la comprensión. Ejercitar
algunas habilidades hasta que prácticamente las puedes hacer dormido
suele interferir en la flexibilidad y la innovación.
Por
lo tanto, la tendencia casi universal a mandar los mismos deberes a
todos los alumnos, si bien es comprensible por la falta de tiempo,
pero es tremendamente difícil de defender pedagógicamente. Hay
buenas razones para ir más allá del modelo de aprendizaje
transmisivo. La filosofía debería ser querer que nuestros alumnos
desarrollen su aprendizaje en nuestra presencia, de modo que podamos
corregirlos de inmediato, o llevarlos en una dirección diferente, o
empujarlos más allá, o aprender de ellos. El escritor George
Leonard, definió una vez la clase magistral como la mejor manera de
conseguir que la información de los apuntes del profesor pase a los
apuntes del alumno sin tocar la mente de este. Existen razones de
peso para afirmar que si el tiempo de clase es limitado, la mejor
inversión que se podría hacer con la mayoría de esas horas sería
dedicarlas a que los alumnos lean y escriban, debatan y reflexionen.
Si avanzar trabajosamente a través de hojas de ejercicios reduce su
deseo de leer o pensar, seguro que no compensará.
La
evaluación depende de la observación; y si no permitimos que los
alumnos escriban durante la clase, no podremos observar su proceso o
encontrar el tiempo para responder a sus cuestiones y plantearles las
preguntas clave. Imagina lo estúpido que sería que el profesor
esperase que los alumnos trabajasen sobre sus proyectos solamente en
casa, dejando el tiempo de clase para conferencias o diapositivas.
Es
más probable que la práctica le sea útil a quien ha decidido
hacerla, y el entusiasmo por una actividad es el mejor predictor de
competencia. Esta es la razón por la que uno de los principales
retos de un profesor es ayudar a despertar y mantener la motivación
intrínseca de los niños por jugar con palabras, números e ideas. A
la inversa, cuando una actividad se siente como un trabajo tedioso,
la calidad del aprendizaje tiende a ser menor. El hecho de que tantos
niños consideren los deberes como algo que hay que terminar lo antes
posible, o incluso como una fuente significativa de estrés, ayuda a
explicar por qué existe tan poca evidencia de que suponga algún
beneficio académico, incluso para aquellos que obedientemente se
sientan y completan los deberes que les han mandado. Lo más
importante no es la acción del niño; es lo que subyace a la acción,
sus necesidad, objetivos y actitudes. Lo que va a determinar que sea,
o no, beneficioso a largo plazo no es lo que hace, es por qué lo
hace; qué espera obtener de ello; si lo encuentra sentido, y de ser
así, por qué razón. Por supuesto, es mucho más difícil medir
estas cosas que una variable como el tiempo de trabajo. Del mismo
modo, es más fácil hacer que los alumnos pasen las horas
practicando una habilidad que cambiar lo que piensan sobre lo que
están aprendiendo, cómo se ven a sí mismos en relación con la
tarea, cómo de competentes piensan que son, etc.
Las
concepciones erróneas sobre el aprendizaje se extienden por todos
los sectores sociales, y son mantenidas tanto por las familias como
por el profesorado. Son estas creencias las que hacen tan difícil
llegar a cuestionar la práctica de mandar deberes por defecto. Si
quien te escucha está convencido de que esta práctica tiene todo el
sentido y de que más tiempo produce más aprendizaje no provocará
ninguna reacción mostrar los resultados de la investigación y
demostrar que no existen datos que apoyen el valor de mandar deberes
a los alumnos de primaria. En otras palabras, si asumimos que los
deberes son una parte necesaria de la educación, esto puede deberse
a lo poco que realmente sabemos sobre cómo aprenden los niños.
Aprender más sobre el aprendizaje nos llevará a ver las tareas que
se exigen a los niños desde un punto de vista muy diferente.