Uno de los mayores retos a los que se enfrenta el Estado del bienestar en los países desarrollados reside en su demografía. El crecimiento económico es una de las principales causas de reducción de la fertilidad. A este fenómeno se lo conoce como la paradoja demográfico-económica y apunta a la existencia de una correlación inversa entre el progreso en las condiciones de vida y el número de hijos por mujer, es decir, la tasa de fertilidad. Esta relación ya fue sugerida por el clérigo y erudito inglés Thomas Malthus en 1798, cuando afirmó que las comodidades actúan como un freno de los instintos reproductivos del ser humano.
En lo que respecta al Estado del bienestar, dicha paradoja surte efectos diversos dependiendo del punto de partida de cada país. Mientras que en los países en vías de desarrollo la reducción de la tasa de fertilidad que conlleva el crecimiento económico no plantea un problema para la sostenibilidad de sus políticas sociales, en gran parte del Occidente industrializado la reducción de la tasa de fertilidad tiene un efecto contrario: el bajo nivel de la natalidad incide directamente en las condiciones que posibilitan el bienestar material al reducir la población activa y, en consecuencia, las fuentes de aportación futuras vinculadas al empleo. En concreto, se estima que en los países más pobres, en los que una mayor población hace presión significativamente sobre los recursos disponibles (como el alimento y el agua), un incremento del 1% de la fertilidad va asociado a una reducción del PIB por habitante en un 1% recorta la fertilidad en medio punto.
El Estado del bienestar expansivo que desean los ciudadanos de los países desarrollados requiere una capacidad económica creciente, que la dinámica demográfica de las últimas décadas pone en peligro. Las tasas de natalidad en la mayoría de los países europeos, pero también en Australia y Japón, son muy bajas, a lo que hay que sumar el acelerado envejecimiento de sus poblaciones. La edad media en la UE se espera que en 2030 se sitúe alrededor de los 45 años de edad, con una proporción de jóvenes entre los 15 y 24 años de edad declinante. La generación del baby boom, superará el 25% de la población total.
Estas cifras permiten anticipar transformaciones futuras tanto en los hábitos de consumo como en el sistema productivo. Si en los próximos decenios se confirma el desplazamiento del grueso de la población desde las cohortes jóvenes a las maduras, se producirá una reestructuración del consumo por la diferencia en las preferencias de compras, así como por los bienes que se necesitan. Es fácil predecir un incremento en la demanda de servicios sanitarios y de cuidados a largo plazo por el crecimiento del número de personas de más edad, pero también se prevé una reducción en la demanda en educación (escuelas infantiles, colegios, institutos) y en vivienda por el decrecimiento del grupo de jóvenes. A buen seguro también afectará al sistema productivo, principalmente por los cambios en el tamaño de la población activa, es decir, por su efecto en el número y en la composición de los grupos de personas en edad y disposición de trabajar, en primer lugar, porque la población activa disminuirá a medida que se estreche la base de la pirámide de población y se incremente el numero de jubilados, y, en segundo lugar, porque con menos jóvenes será más difícil expandir los procesos creativos e innovadores.
A corto plazo, el retraso en la edad de jubilación es una de las consecuencias más inmediatas, ya que es la solución más evidente al problema del descenso de la población activa. Sin embargo, si nuevamente nos fijamos en la experiencia de los países nórdicos, pueden encontrarse alternativas de reforma que tienen éxito. n algunos estados, por ejemplo en el caso de Dinamarca, la financiación de las pensiones se ha hecho depender únicamente de los presupuestos y no de las cotizaciones sociales. Asimismo, en estos países se ha planteado ampliar los años utilizados para el cálculo de la base de cotización si se quiere tener derecho a estas prestaciones, así como reducir la tasa de reemplazo de la pensión. Además, se ha potenciado la creación de sistemas apoyados en tres pilares: uno público y dos complementarios, consistentes en un fondo de pensiones privado otro compuesto por las cotizaciones de las empresas.
En todo caso, estas reformas del sistema de pensiones tendrán éxito en sociedades con tasas de natalidad altas y tasas de ocupación elevadas, como es el cao de los países nórdicos, cuyas cifras superan la media de la UE y se sitúan por encima del 70%. Las políticas de promoción del empleo, por tanto, son básicas en estos países para la sostenibilidad del sistema de pensiones.
En los países en vías de desarrollo la situación descrita será a la inversa, pues el crecimiento económico está sostenido por una población que crece (a pesar de la reducción de las tasas de natalidad), pero que es muy joven. El África subsahariana está próxima a alcanzar los 1.000 millones de habitantes y progresa pese a las dificultades. La esperanza de vida ha aumentado en casi 10 años en una década, así como el porcentaje de jóvenes con estudios primarios, desde el 50% en el año 2000 hasta casi el 70% actual. Una situación parecida se da en el mundo árabe musulmán y del norte de África, que cuenta con una población de más de 350 millones de personas. Estas regiones contarán con grandes cohortes de jóvenes, con edades medias entre los 20 y 25 años, por lo menos hasta 2030. Es difícil predecir la configuración que el mundo adoptará en 20 o 30 años, pero es seguro que esos jóvenes formarán parte de movimientos migratorios hacia Europa más intensos que los que ya se han experimentado hasta ahora. Estas migraciones pueden ser una solución, por un lado, a la escasez de jóvenes en los países europeos y, por tanto, al descenso de la población en edad de trabajar, y, por otro, un alivio de la presión demográfica en los países de origen. La globalización, sin embargo, impone unas condiciones de competencia que a su vez, exigen una gran capacitación en las habilidades técnicas y conocimiento, que es lo que constituye el capital humano, y una gran parte de los emigrantes desplazados desde África y Latinoamérica a Europa occidental son jóvenes con baja especialización. Ante un mayor flujo migratorio de este tipo, es necesario que, en los países de acogida, se potencie la integración y la formación de estos nuevos trabajadores.
Parte de esta evolución demográfica se explica por la importante transformación experimentada por la familia en los últimos 30 años a raíz del acceso de la mujer a la universidad y su incorporación masiva al mercado de trabajo. Los matrimonios son más escasos, la fertilidad se reduce y las rupturas en las relaciones personales son más frecuentes. La teoría económica neoclásica afirma que esta natalidad decreciente se debe a que el coste de oportunidad de tener hijos, es decir, lo que se deja de ganar por tenerlos, crece a medida que las mujeres progresan en sus carreras profesionales. Otros pensadores, en cambio, arguyen razones ideológicas a la explicación de este declive. relacionadas con la posmodernidad, y que apuntan al espíritu individualista contemporáneo, que prioriza los proyectos de autorrealización personal al hecho de tener hijos.
De hecho, uno de los problemas principales de la inestabilidad de las relaciones se halla en el vínculo causal con la pobreza: las familias monoparentales con hijos a su cargo tienen más probabilidad de sufrir pobreza que las familias que se mantienen unidas. Muchos países han puesto en marcha políticas dirigidas a atajar estas situaciones, favoreciendo la conciliación familiar, es decir, facilitando que las madres o padres solteros puedan trabajar y se les ayude en la crianza y educación de sus hijos.
Las políticas sociales se han ido moviendo en varias direcciones: en primer lugar, con las ya comentadas acciones centradas en proporcionar capacidades o habilidades que aumenten la probabilidad de encontrar empleo; en segundo lugar, con subsidios familiares para el cuidado y la educación de los hijos en forma de compensaciones por su crianza; en tercer lugar, con la reducción de la pobreza y la garantía de un ingreso mínimo; en el cuarto lugar, con la promoción de la igualdad de salarios y de las ventajas sociales entre hombres y mujeres; y, en quinto lugar, con políticas de promoción de la natalidad, eso sí, indirectas. Todas ellas se pueden considerar formas de inversión social que mejoran la situación económica de las familias en el presente, pero que también miran hacia el futuro.
Extraído de: Vara Crespo, O. (2016). ¿Es sostenible el estado del bienestar? Los retos de la economía. España: RBA.